Engalanados de ornamentos normativos, ratificados como tales por aquellos que se hallan sujetos a esas parafernalias, creemos consolidar proyectos comunes y compartidos. Craso error y fuente de confusión cuando las adhesiones a esos planes son absolutamente dispares y desequilibradas, porque la dedicación, el esfuerzo es desigual y, por ende, la implicación emocional también.
Reaccionamos entonces, ante cualquier desagravio al proyecto entreverado de pasiones, con inquina o rabia sin la capacidad de deslindar lo común de lo propio, el interés colectivo del personal.
Procedemos autoritariamente, cual caricatura de quien pretendemos ser, y resquebrajamos con esa actitud la cohesión de un grupo, unidos solo por un propósito. Cuestión significativa y nada menospreciable porque más allá de ese plan común encontramos aspiraciones personales, peculiaridades legítimas y dignas de respeto.
Así, un colectivo no es más que una abstracción de una adición de sujetos –no de individuos carentes de voluntad propia- que por su consistencia son aptos para la creación, la autonomía y el despliegue genuino de su personalidad en todo aquello que, a su vez, revierte de forma positiva en la relevancia y brillantez del colectivo en sí.
Parecía superada aquella dialéctica enérgica sobre la preponderancia entre lo común y lo privado. Tan solo era una apariencia onírica.