La tristeza

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En un arrabal anexo resguardo discretamente la pena, inhumada como si hubiese fenecido a base de ignorarla. Y nadie piense que se apoderó de mí la vergüenza o el pavor de traslucir debilidad ante los fisgoneos ajenos. No, es mi propio temor por sentirme poseída y embadurnada de brea líquida; esa que ennegrece el alma hasta la posteridad y jamás vuelve a transparentarla.

Procurando esquivar la oscuridad que sobreviene de fuera -ese baño indeseable de alquitrán- protejo mi tristeza de todo cuanto puede interferir en su lenta y cansina respiración. Esperando, tal vez, una quimera, una fantasía que me impida exterminarla para no devenir yo misma una estatua irreversiblemente marmórea.

Aparentemente, esta disquisición me convence y sostiene mi resignación, aun cuando algún recodo interno susurra armónicamente que la auténtica razón es mi incapacidad de sentirme triste, mi convicción de no poder soportar esa irrigación de quebranto y desdicha.

No nacimos para caer abatidos por nuestro pesar interior, si no para sostener la aflicción de los otros. Y, así, como encadenados por el apoyo mutuo que nos dispensamos, nos vamos destruyendo en esa concatenación cuya función reside en mutarnos y petrificarnos como seres insensibles al dolor. Para que los humanos devengamos ese hilo conductor de energía eléctrica rebosante de cationes para abducir los aniones externos y restar siempre ahí, sin pérdida ni carencia: seres casi inertes de no sufrir.

Ahuyentado todo malestar, toda sensibilidad y, por ende, casi la vida ¿qué somos tras ese nacimiento mortífero? Acaso, el absurdo al que nos abocan estas metáforas o imágenes que en el esfuerzo de paliar la insuficiencia de los conceptos, resultan reflejos distorsionados:  evocaciones carentes de nitidez.

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