Filosofar o morir

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Los que llevamos el quehacer filosófico incrustado en lo corpóreo tendemos a somatizar lo problemático que tiende siempre al infinito irresoluble. Somos cuerpos aquejados de dolores incurables que acudimos a otros, cuyo trabajo es enjundioso y amplio, con el ansia de hallar compensación a esa carencia fangosa en la que estamos instalados.

Lamentablemente, o no, las diversas indagaciones filosóficas a las que podemos acudir, como reclamando auxilio, antes que finiquitar la inquietud, nos conducen al esfuerzo ecléctico y coherente que desemboca en nuevos vericuetos poco transitados.

La práctica de la filosofía no se elige, ella te elige a ti como si Cupido te hubiese atravesado con una flecha imposible de extraer. Y este símil no es un mero juego retórico sino la esencia misma de la praxis filosófica. Heridos por la saeta erótica, no somos ya sujetos que deciden sino agentes que se despliegan en la amalgama de su turbulenta condición humana.

No hay punto de fuga, solo somos la posibilidad de seguir anegándonos en esa adictiva actividad a lo bonzo, sin lenitivo alguno. Y, ahí precisamente, se dirime quién sobrevive a las profundidades de lo filosófico y quién se desliga, se nihilifica de la única manera posible: estampando el coche contra un árbol como, sospechosamente, hiciera Camus.

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