LA INTELIGENCIA ARTIFICIAL: entusiasmo versus pavor.

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El debate abierto actualmente sobre la inteligencia artificial se sostiene sobre dos actitudes antes ella: las de los expertos, la del resto.

Los expertos auguran un desarrollo exponencial que supondrá un avance para la sociedad en la que las virtudes de IA son incuestionables. Utilizan una retórica optimista para referirse a ese mundo en el que las máquinas harán el trabajo menos cualificado y los humanos nos podremos dedicar a lo más creativo y satisfactorio. No niegan que se requiera una cierta regulación, pero muestran su entusiasmo por lo que está por llegar.

El resto, es decir, la mayoría de los ciudadanos podemos manifestar más interrogantes, precauciones e incluso miedo respecto de lo que la IA puede llegar a hacer. La diferencia entre unos y otros está clara: es un conocimiento tan especializado y de difícil acceso que el desconocimiento nos puede llevar a sumarnos al carro del optimismo o, por el contrario, al del pavor. Sea como sea, nuestra indefensión en estos momentos es nuestra ignorancia.

Y ese desconocimiento y desconfianza nos sitúan en una alerta más defensiva que en una esperanza entusiasmada. Parece que el punto de inflexión entre humanos e IA es la aparición o no de una conciencia semejante a la nuestra que lleve a las máquinas a comprender, a valorar y a tomar decisiones sin seguir patrones establecidos, sino rompiéndolos y generando otros árboles de decisión. Si esto fuese posible, el temor está justificado, ya que estaríamos hablando de un tipo de inteligencia mucho más potente computacionalmente y con nuestra capacidad consciente y de lo que ello deriva. La cuestión es que los especialistas no se definen con claridad en cuanto a esta posibilidad -seguramente porque tampoco lo saben- los ciudadanos no nos fiamos de ellos, porque ya sabemos que poder es querer y que lo único que orientará sus decisiones son los réditos económicos, y nuestra incapacidad de entender y acceder a ese tipo de conocimiento para dialogar en igualdad de condiciones es nuestra condena. Si quisiéramos aprender para poder valorar qué podemos esperar y qué no de la IA y cómo va a cambiarnos la vida, siempre llegaríamos tarde -como los intentos de legislación-, porque su veloz evolución por el momento, ya que se habla de una cierta meseta en esta curva ascendente, nos dejaría siempre desfasados y por detrás de los especialistas.

Aquí surge una necesidad,  que por obvia será seguramente ignorada, la de que expertos en IA se sumen a la evaluación y valoración de hasta dónde es previsible que llegue ese desarrollo y se establezca una reglamentación ética y legal que permita su buen uso y proteja de los excesos y violaciones de los derechos humanos. Es urgente que en los comités de ética encargados de ocuparse de esta cuestión crucial estén presentes expertos que estén trabajando en su desarrollo, y que con independencia y autonomía -creo que me desvío a lo utópico- asesoren a los demás miembros del comité sobre lo que es previsible que pueda hacerse y cómo debe ser legislado.

Esta situación, entre la ignorancia y la experticia, que nos divide está aflorando en la literatura y el cine de manera distópica. Lo cual puede hacernos pensar que mayoritariamente padecemos más de lo que nos congratulamos por esa tecnología que va a cambiarnos la vida.

Según Daniel Innerarity, que se muestra partidario de no resistirnos a una las innovaciones de esa tecnología, que es una realidad y lo será cada vez más, sino de distinguir qué podemos hacer nosotros que no podrá hacer la IA, y cultivar con más ahínco esas capacidades que son únicas en los humanos. Sin menospreciar los conocimientos del filósofo de incuestionable reconocimiento, no entraría a mi juicio en el ámbito de los expertos a los que mencionaba, aunque sí con la capacidad de irse ilustrando al respecto. Así afirma en un artículo:

“Nuestro pensamiento y experiencia dependen de nuestro cuerpo, que tiene un papel activo en los procesos cognitivos. Seguramente nadie ha expresado con más fuerza poética esta corporalidad de nuestro conocimiento que Nietzsche: No somos ranas pensantes, ni aparatos sin entrañas registradores de objetividad; debemos dar constantemente a nuestros pensamientos, desde nuestro dolor y maternalmente, todo lo que tenemos en nosotros de sangre, corazón, fuego, deseo, pasión, agonía, conciencia, destino, catástrofe”[1]

La tragedia humana consiste en que, eso que según Nietzsche nos describe como animales humanos, es con bastante probabilidad lo que nos lleva a conflictos, guerras, asesinatos, torturas. ¿No sería mejor que gobernaran las máquinas regidas por un patrón similar que superaría de manera objetiva los desacuerdos que desembocan dramáticamente? La cuestión tiene diversas aristas y quizás la más sangrante es quiénes somos y quiénes querríamos ser para no tener que preguntarnos si sería mejor nuestra extinción.

Os invito, a los que no habéis tenido ocasión, a visualizar el vídeo sobre el diálogo que mantuvimos en el CLUB MUNDIAL DE FILOSOFÍA sobre la IA, y en el que tuvimos el lujo de contar con un invitado casi ad hoc como fue XAVIER CASANOVAS, un matemático y filósofo cuya formación le sitúa en condiciones óptimas para reflexionar sobre la cuestión.


[1] La Vanguardia, sábado 20 de enero. Opinión. El Ruedo ibérico. “No es tan inteligente”.

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