Una sociedad cuya economía de mercado se basa en la producción y el consumo se organiza alrededor de los individuos productores o consumidores. En su primera cualidad para explotarlos o que ellos se exploten a sí mismos, habiéndolos aleccionado de que no hay otras alternativas; en la segunda cualidad, como consumidor, para que necesite lo que le ofrece el mercado, a menudo, como forma de compensar la vacuidad en la que, desde esta perspectiva, se convierte su existencia. Es, además, laberíntica en su estructura porque para consumir y saciar deseos deben los individuos explotarse cada vez más.
A esto hay que añadirle que de estos individuos productores/consumidores se espera que procreen para que las generaciones se renueven. Y, este ha sido tal vez el primer punto que ha ido quebrando en las sociedades opulentas, ya que la tasa de natalidad es mínima. La explicación parece obvia: mucho tiempo invertido en trabajar para poder tener un cierto nivel de vida, o a veces para subsistir y poco para la crianza de niños, entre los que proliferan los hijos únicos, o dos como máximo.
Este tiempo que absorbe la crianza también ha sido prevista por las sociedades para que, a partir de determinada edad, los niños puedan completar el tiempo escolar con diversidad de actividades que los convierte en pequeños individuos explotados, impidiendo que desarrollen cualidades imprescindibles de carácter, como el esfuerzo -intentan pasar por encima de cuanto hacen porque no pueden con todo- para realizar lo que corresponda bien hecho: la soledad, la paciencia y persistencia.
Es decir, replicamos individuos desde pequeños que sometemos al mismo, casi, grado de presión que a nosotros mismos. Ellos son los futuros productores/consumidores. Pero ¿qué pasa con los individuos que ya no producen? Las personas de edad avanzada -que ni consumen por sí mismos- los discapacitados, entre los cuales muchos nunca han producido y no está a su alcance el consumo. Estos individuos son molestos para el sistema, y aunque aparenta cuidar de ellos, más aún ahora que los cuidados han pasado a tener mayor importancia tras sufrir una pandemia, en realidad lo que se busca es dónde aparcarlos hasta que desaparezcan. Son las famosas residencias de personas de la tercera o/ y cuarta edad, y en el fondo las de muchos discapacitados. Las familias, como podemos ver tras lo descrito, no pueden hacerse cargo del cuidado y proporcionar el amor que estas personas necesitan, y al que tienen derecho.
Sin embargo, responsabilizar a los individuos en condición de hijos que abandonan a sus padres, cuando a su vez ellos son padres y madres trabajadoras que no pueden subsistir con un solo sueldo, me parece de una hipocresía enorme. Cierto es que la concepción de la familia ha cambiado de las sociedades industriales a las actuales. Ya no se concibe, en general, la familia como una gran tribu en la que unos se responsabilizan de otros. La familia ha pasado a ser el núcleo primario de progenitores o padres y madres y de los hijos, que a su vez volarán alto y lejos cuando se independicen y los que hasta ese momento cuidaron de él se sentirán solos y abandonados. Y el futuro pinta peor, ya que muchos de ellos estarán fuera del país de origen y no podrán ni realizar la visita semanal y la supervisión con la residencia del estado de sus padres. Con los discapacitados sucederá algo similar, más cuando sean los hermanos los que deban hacerse cargo.
La raíz de problema no es el egoísmo o la insensibilidad hacia las personas que dependen siendo adultos de nosotros. Sino la incapacidad de soportar tanta carga por parte de los individuos laboralmente activos. Hemos visto que no es fragilidad, no es desatención, es absoluta impotencia para asumir tanto.
La sociedad de la exclusión y el desamparo -al menos emocional, cuando no de condiciones de vida dignas, entre las que están los vínculos familiares- son el correlato de las sociedades del consumo desaforado. Es probable que los que hoy forman parte del engranaje, los incluidos, tengan expectativas diferentes sobre su vejez, ya que su misma vivencia de lo familiar como núcleos más reducidos y variables, menos vinculantes, los lleve a garantizarse por sí, en la medida que puedan, una vejez que ya no se basará en el cuidado familiar. Aquí, surge la posibilidad de ir creando comunidades de vecinos asistidas que puedan entrar ya en funcionamiento y que satisfagan las necesidades de quienes con una percepción semejante de lo que es la familia, estén preparados para asumir una vida comunitaria entre iguales, asistidos por una infraestructura mínima sanitaria en la misma comunidad. Así se crearían nuevos vínculos con quienes pasan por esa experiencia, siempre imprevisible, que es la vejez.
Una situación similar respecto de la exclusión que he referido, pero en la cual no he profundizado es la de los individuos discapacitados sin autonomía. Otra, aunque sustancialmente diferente, que padecen exclusión por otros motivos es la de los inmigrantes, muchos de ellos sin la documentación necesaria para integrarse en el mercado laboral -los denominados “sin papeles”-.
Habiéndonos centrado principalmente en la exclusión por motivos de vejez, nuestras sociedades tienen un agujero por el que se escapa el aire que es el de la EXCLUSIÓN. Sean cuales sean las causas de esta, la cantidad de personas que forman parte de este colectivo va en aumento y la cuestión es doble: ¿Qué hacer para revertir la situación? Y otra de mayor calibre ¿cómo puede haber en las denominadas sociedades de la opulencia un sector porcentualmente tan elevado de excluidos? ¿No atenta esta situación contra en concepto mismo de sociedad? ¿Cómo puede ser que se organicen sociedades en las que se asuma como inherente el hecho de la exclusión? El excluido es el apestado de la edad media, el que no merece ser considerado ciudadano ¿es esto sostenible moral y políticamente, hoy?
La respuesta, de facto, es que sí. Para que un tipo de sociedad como la nuestra funcione debe haber, no solo en otros lugares del mundo, sino en nuestro seno mismo, desterrados, excluidos que lastran el funcionamiento del mecanismo producción/consumo. Lo problemático es si nos conformamos con estos modelos deshumanizadores o buscamos alternativas. Y aprovecho para advertir que toda alternativa que pase por sustituir el trato de un humano con otro por medio de IA me parece un craso error que denota un menosprecio de los que los humanos nos damos unos a otros, creyendo que las máquinas pueden hacer lo mismo. A lo mejor sí, quién sabe. Sorprendentemente desarrollan capacidades más humanizadoras, paradójicamente.

Buen artículo, me gusta. La IA no nos podrá sustituir, no tiene personalidad propia y, de momento, no es tal inteligente, solo hace la cosas que podemos hacer los humanos mucho más rápido y mucho más planificada, aunque solo queda aquello de «… Y si no hemos podido calibrar todas las posibilidades?… Saludos, Ana!
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