En España, hoy votamos. Ejercemos ese derecho democrático que demasiadas veces parece ser el único ejercicio de participación que le corresponde al ciudadano. Tristes democracias, que en el seno de la Sociedad misma carece de uno de los principios básicos que es la libertad de expresión. Las instituciones la coartan sin pudor arremetiendo contra manifestantes que se acercan a sus representantes a expresarles su malestar, o imputando delitos de odio -de difícil tipificación jurídica eso del odio- por someter a crítica lo que se considera intocable -la monarquía, por ejemplo-.
Sin embargo, seríamos hipócritas si redujeramos esa restricción de la libertad de expresión a lo institucional. Los ciudadanos mismo en su vida cotidiana se ven a menudo impedidas para expresar su parecer sobre cuestiones políticas como es el tema de la inmigración -ya sea denunciando el cementerio mediterráneo o expresando su indignación por el flujo inmigratorio- , la cuestión de género, la independencia de determinadas comunidades autónomas,…es difícil, muy difícil dialogar de política sin que el desenlace sea una abrupta discusión con consecuencias que se evidencian en insultos, ninguneos, etc.
Me he referido sucintamente a la libertad de expresión, porque en un breve artículo no puedo abarcarlo todo. No deseo obviar, no obstante, que la democracia también implica una serie de derechos sociales -recogidos en la constitución- que se hacen trizas cotidianamente en sectores de economía precaria y sumidos cada vez más en la pobreza.
La constatación de que las democracias son tan líquidas como otros aspectos del mundo contemporáneo, no es ningún descubrimiento. Aunque eso no es óbice para vociferarlo, precisamente el día en el que en España se nos llama a las urnas, de forma precipitada y por un gesto hábil del actual presidente del gobierno tras las elecciones municipales y autonómicas.
Y es que, en un mundo donde el poder se ejerce de forma globalizada desde unas instituciones internacionales que imponen criterios de actuación a los estados, junto a las oligarquías más poderosas del mundo, sabemos que no hay fuerza política que pueda llevar a cabo una enmienda a la totalidad de un sistema que precariza a la mayoría y enriquece a una minoría, que nos sitúa en conflictos bélicos que no deseamos o que se alía con determinados estados, pisoteando sus propios principios por criterios estrictamente económicos.
Así es que, una vez más, iremos a votar el mal menor. Sin convicción, solo previendo que el que gane no sea una alternativa más sangrante para muchos ciudadanos. Otros, los que más tienen, votarán por gobiernos que rebajen impuestos -hasta donde les deje la Unión Europea, el FMI, el BCE- para no perjudicar a las clases más pudientes. Entre estas, también hay distinciones, matices, ningún grupo social es homogéneo ni actúa con una sola voz y un solo gesto.
En cualquier caso, lo triste es que la democracia sigue siendo el menos malo de los gobiernos posibles, a no ser que alguien conozca otro en el que respetando derechos civiles, políticos y sociales -muy relativamente como he intentado mostrar- se puedan llevar a cabo políticas más justas, en las que la igualdad de oportunidades se proteja al máximo -aunque sea ésta última también una falacia que nunca puede lograrse-.
Esperemos que quien tenga la responsabilidad los próximos cuatro años priorice a las personas -sea cual sea su condición- y no genere más problemas y conflictos sociales de los que ya padecemos.
