RELATO: Lo etéreo

5 comentarios

I,— Las circunstancias

La acústica aguda del despertador se infiltraba tortuosamente entre sus neuronas, hasta que la sensación de asfixia que le provocaba revirtió en un abrupto salto del camastro. Un amanecer más tras la ventana, un día más, un esfuerzo más. Aomar se cubrió el cuerpo con la bata de paño, se dirigió a la cocina y puso en marcha su primer café con leche del día, que la ayudaría a entonarse junto con la ristra de pastillas que la aguardaban. Su ritmo era lento y pausado. Necesitaba, al menos, hora y media para sentirse a punto antes de salir de casa.

Consciente de que el mundo tenía un punto de aceleración más elevado que sus biorritmos, cuando le concedieron la plaza como profesora titular de Filosofía en el Instituto La Concordia, decidió buscar un alojamiento cercano al lugar de trabajo para minimizar los contratiempos. Así, solo debía recorrer una distancia de diez minutos andando de su casa al centro educativo. Además, solicitó siempre a la jefatura de estudios que, en la medida de lo posible, su jornada no se iniciase a las ocho de la mañana, sino una hora después, aunque eso implicara que fuera de los últimos profesores en abandonar el centro.

No obstante, sus peticiones al centro escolar no siempre eran satisfechas. Aomar no disponía de ningún certificado de discapacidad  concluyente que le concediera ningún tipo de prioridad o derechos. Su dificultad era etérea, como ella la calificaba. No era obvia, ni evidente. Aunque intentó enredarse en el entramado burocrático que denominaba discapacitado a quien no podía soportar el ritmo frenético que el funcionamiento social imponía, lo hizo con el propósito de conseguir ciertas prerrogativas horarias, nunca con la intención de que la tacharan de incapaz. Por ello, no dejaba de cuestionarse si las diferencias individuales, por las causas que fueran, no debían ser contempladas y tratadas adecuadamente para que cada uno pudiera aportar a la comunidad lo mejor de sí mismo. Pero era muy consciente de que el mundo no funcionaba así, porque la homogeneidad facilitaba el sometimiento y el dominio de los individuos. Así es que esa “discapacidad”, que no era palpable, constituía su cruz, su gran cruz. Ese oscuro atolladero por el que debía inmiscuirse con sutileza y discreción para no ser detectada por el sistema y desechada como inútil.

Rechazó, en consecuencia, la posibilidad de conseguir algún tipo de informe médico que diera cuenta de su trastorno límite de personalidad y su depresión mayor recurrente, para que su problema fuera considerado como una barrera insalvable para el desarrollo de su actividad laboral, igual que se contempla con alguna otra discapacidad. No quería dejar de trabajar. Tenía vocación filosófica y en consecuencia necesidad pedagógica. Aomar dudaba de que ningún centro, ni por supuesto la misma administración pública, la hubiera aceptado conociendo sus dificultades mentales, que la hubieran llevado a ser catalogada como una discapacitada más, aunque estuviera protegida por un tratamiento farmacológico y terapéutico. Tenía pánico de que ese paso supusiera su marginación definitiva del mercado laboral y, por ende, la obligación de tener que cargar con el estigma social de loca, persona que desvaría, indeseable y peligrosa.

Por eso, se sintió obligada a ocultar su trastorno mental, como quien padece un tipo de virus contagioso y teme quedarse aislado si su entorno lo descubre. Aomar, a sus treinta y cinco años, había aprendido bastante a base de vivirse a sí misma. Mostraba un carácter sólido y contundente pero aderezado con un sentido del humor y una ironía siempre a punto, que facilitaba sus relaciones sociales, haciéndola incluso una persona popular entre los compañeros. Esa coraza, con la que se había adaptado y sobrevivido, protegía a su vez una hipersensibilidad que la llevaba a empatizar con los que, siendo más discretos, sufrían en soledad y silencio.

Este saber estar y mostrarse, proyectaba una imagen de Aomar muy distante de la auténtica persona que acudía diariamente a trabajar, después de haber purgado amarguras en el anonimato de su caverna.

Pero había una pasión que seguía tras ella sosteniéndola, y mientras sostuviera esa vida que parecía no pertenecerle, ese eros, ese impulso a lo bueno y bello –que asumía de la maestría platónica– continuaría luchando por estar ahí, ante los alumnos y recibir los gratos, elocuentes y, por qué no, ocurrentes chispazos de aquellos que empiezan a descubrir la Filosofía.

Así pues, como cada día Aomar inició el paseo hasta el Instituto La Concordia. Al abrir la puerta principal notó un trasiego anómalo de alumnos por los pasillos. Pensó que debía haber alguna actividad extraordinaria y que se había despistado. Se acercó al tablón de anuncios para comprobar su error, cuando un grupo ofuscado de unos diez chavales arrasaron con ella, con su despiste y hasta con su conciencia. Efectuadas las protocolarias disculpas, y las pertinentes sacudidas y reubicaciones del vestuario, los alumnos le informaron de que en la clase de segundo de bachillerato C parecía haber una alumna encerrada que amenazaba con tirarse por la ventana. Aomar les recomendó volver a su aula, ya que nada podían hacer por ayudar, y más ruido en los pasillos exteriores solo podía contribuir a poner a la supuesta suicida más tensa. A disgusto, pero viendo que no había otro argumento que morbo, en sus deseos de acudir a ayudar, los alumnos siguieron las indicaciones de la profesora.

Cuando estos hubieron desaparecido de su vista, Aomar se dirigió lo más rápido que pudo al aula donde tenía lugar el altercado. El corredor estaba despejado de alumnos y en la puerta del aula se encontraban el tutor, la jefa de estudios y el director. Aomar se aproximó y preguntó qué pasaba. El director la situó brevemente afirmando:

—Una rabieta de adolescente, no sabemos con qué ha bloqueado la puerta pero se ha sentado en el quicio de la ventana y asegura que si alguien intenta entrar se tira. Estamos esperando a los bomberos, aunque creo que vamos a hacer un ridículo supino.

—No te apures —intervino presurosa Aomar—, yo creo que vale la pena ser prudentes. De hecho —afirmó al visualizar a la alumna tras la ventana que horadaba la puerta del aula—, estuve hablando hace unos días con ella.

—¡Ah! ¿Es alumna tuya? —la interrogó sorprendido.

– No, pero coincidimos en una mesa del bar y me hizo algunas preguntas. ¿Sabes? Estoy pensando que podría intentar asomarme a la ventana de al lado a ver si consigo algo.

Se empezaron a oír murmullos de desaprobación –se había acercado más personal docente– ante los cuales el director no tuvo más opción que decirle a Aomar:

—Gracias por tu disposición, pero será mejor que esperemos que lleguen los bomberos, que seguramente vendrán acompañados de algún especialista.

Pero, con una convicción fuera de lo habitual, repuso la profesora de Filosofía.

—Juanjo, insisto en intentarlo. Bajo mi responsabilidad. He lidiado en otras ocasiones con situaciones parecidas, tengo una cierta idea de cómo afrontarla.

Ante la insistencia y la sorpresa de todos los presentes, el director cedió a la demanda.

—¿Cómo se llama la chica que no lo recuerdo?

—¡Si no sabe ni su nombre! ¿Pero la loca es ella o nosotros?, ¡ni tan siquiera la conoce! —increparon los otros profesores que se habían acercado al lugar de los hechos.

—Elia, se llama Elia —aclaró el director, que le pidió que fuera, sobre todo, muy cautelosa.

Aomar fue con aplomo hacia el aula colindante. Entró, se aproximó a la ventana, asomó la cabeza lentamente, para evitar asustar a la chica, y se encontró con su rostro de frente:

—Hola, soy Aomar, profe de Filosofía, ¿me recuerdas? Estuvimos charlando antes de ayer en el bar.

—¡Ah! Sí.

—Dijimos que podríamos hablar en otra ocasión, pero me da que esta postura es un poco incómoda.

—Es que no te esperaba.

—Ni yo a ti. Aquí no, vaya. Voy a proponerte un pacto. Tú te bajas de ahí,  sales del Instituto conmigo. Nos vamos a tomar una tila para no ver a nadie y lo justificamos con una historia creíble de lo que hacías en el quicio de la ventana, ya que cuando uno se quiere suicidar es recomendable no hacerlo así. ¿Qué te parece, Elia?

—Se hace como a una le da la gana, ¿no?

—Sí, por supuesto. Tan solo te sugería que no es recomendable. Es mejor estos actos íntimos realizarlos en privado, porque si sale mal no tienes que verle la cara a todo el personal después.

—¿Y quién ha dicho que no voy a hacerlo o que va a salirme mal?

—Nadie. Eso tienes que decidirlo tú, pero creo que deberías postergarlo porque intuyo que hay cuestiones que has pasado por alto; tú y yo podemos analizarlas y no querrás tomar una decisión sin retorno a la ligera. Si no recuerdo mal, el otro día me dijiste que odiabas a las personas que tomaban decisiones por los demás como si estos fueran cosas de su propiedad. Quizás tú, sin darte cuenta, a tus diecisiete años, estés haciendo algo parecido en este momento.

—¡Eso no es verdad! Es mi vida, no la pedí, y ¿no crees que tenga algo que decir al respecto?

Elia se había echado a llorar con desconsuelo y una amargura poco habituales en una persona tan joven. Aomar, preocupada porque su estado le hiciera perder involuntariamente el equilibrio, la animó a abandonar su postura y a cumplir el pacto que intentaba proponerle:

—¡Venga, Elia! Una vez cubierto el expediente, de cara a fuera, me explicas por qué querías quitarte la vida y a partir de ahí decidimos. Ah, según qué expliquemos sobre tu aventura voladora, tus padres querrán llevarte inmediatamente a un psiquiatra, eso debes entenderlo.

—Pero, ¿podré seguir hablando contigo? ¿Aunque vaya a un psiquiatra?

—Te lo prometo. Tú y yo tenemos mucho de qué hablar.

Elia pasó las piernas por encima del quicio de la ventana, bajó los pies al suelo y esperó, hasta que vio aparecer a Aomar, para desbloquear la puerta. La profesora explicó el pacto al que habían llegado. La sacaron por la puerta trasera del Instituto, y ya en casa de Aomar le preparó una tila caliente con limón, mientras la dirección del centro desconvocaba a los bomberos, llamaba a los padres de Elia y ponía orden en el caos escolar.

Durante el rato que la chica se sintió acogida y protegida por Aomar, esta no dejó de cuestionarse los momentos de su pasado, ya que Elia se había deslizado casi involuntariamente en el sofá del comedor, su cuerpo se fue relajando, distendiendo, y por primera vez desde hacía meses, entró en un profundo sueño reparador en el que le pareció que Morfeo era su pretendiente y la besaba para poseerla eternamente y creyó que esa nueva vida era su recompensa.

Mientras tanto, Aomar encontró un papel medio arrugado que dedujo había dejado Elia para leérselo. Con esa convicción inició su lectura.

“A veces no sé qué hacer con las palabras, las zarandeo exigente, pero no dan más de sí, su elasticidad no me abarca, no me agota… aunque yo sí me agoto de enmudecer. Será que a veces no sé qué hacer conmigo misma e intento reseguirme en las palabras que se resisten a ningún tipo de identificación, con algo impreciso como yo. A veces me parece que para mí no hay ni palabras. Incesantemente me busco revolviéndolas y ellas gimen, de la brusquedad, del ansia que las altera. Será que no puedo ser dicha, ni hecha instante. Será que la contradicción no se admite en el lenguaje y que nada se puede esperar cuando ni las palabras te otorgan su reconocimiento… será que las palabras solo nombran para dignificar lo ya digno…”.

Al acabar la lectura, sintió que el sufrimiento de Elia no le era nada ajeno y que su gesto en el quicio de la ventana no había sido ninguna bravuconada para llamar la atención. Aquellas letras destilaban un padecer persistente y tortuoso que le pareció superaban lo que era un intento adolescente de búsqueda de la propia identidad. No hubo más conversaciones entre Aomar y Elia ese día, ya que al cabo de un par de horas acudió la madre de la adolescente a recogerla. La Sra. Llames presentaba un semblante casi impenetrable, seria, pero con el contorno de los ojos algo inflamados. Aomar le abrió la puerta, se presentó y cuando intentaba narrar lo sucedido, según lo pactado con Elia, la madre de esta la interrumpió bruscamente:

—No se esfuerce, conozco a mi hija. Sabía que no faltaba mucho para que montara algún número de estos. Disculpe si le ha salpicado a usted.

Se adentró en el comedor, despertó sin ningún miramiento a Elia y le espetó:

—Vámonos, que ya se ha fijado en ti todo el mundo.

Recogieron las cuatro pertenencias de la chica y esta, como en una nebulosa, abandonó la casa de Aomar arrastrada por el brazo de su madre. Aomar se quedó estupefacta por la ausencia de toda sensibilidad maternal, por la rigidez y la dureza con la que la había tratado, y temió que tras ese suceso se amagaba una historia de desencuentros, desafectos y menosprecios.

II,— El problema

La cotidianidad se fue imponiendo en el centro escolar. Aomar se interesó varias veces por Elia. La respuesta que el director había obtenido, por parte de la familia, era que de momento estaba sometida a un tratamiento psiquiátrico intensivo, que acudía a un centro de día y no se aconsejaba aún su reingreso a La Concordia.

Los alumnos guardaban una aparente discreción, aunque entre ellos las conjeturas y las fantasías circulaban sin freno. El Instituto no había abordado lo sucedido con Elia más que con el silencio y eso le confería un halo de misterio, de tabú, que para los adolescentes adquiría una atracción supina.

Una tarde, cuando estaban en clase de Filosofía y Aomar explicaba que para Platón, el sabio, el hombre que sabía vivir se preparaba toda la vida para morir porque constituía la manifestación de un deseo de trascender los límites mundanos, que nos menoscaban como lo que auténticamente somos, un alma habitando un cuerpo transitorio; un alumno interrumpió bruscamente la clase increpando a la profesora:

—¿Estás diciendo que Elia no sabía vivir porque no tuvo la paciencia de prepararse para morir? ¿No se te ha ocurrido pensar que hay vidas que no pueden ser vividas, y que si ya te estás muriendo para qué diantres tienes que prepararte?

Aomar se quedó paralizada. No esperaba ya, después del tiempo transcurrido, ninguna intervención de este tipo, y menos tan desgarradora, tan empática con Elia y tan crítica y profunda con los posibles sentidos que podemos otorgarle al vivir. Dejó el texto de Platón sobre la mesa, respiró hondo y cuando tuvo cierta sensación de haberse recompuesto les sugirió con toda la serenidad de que fue capaz:

—Como veis, la Filosofía habla de la vida. Hoy Platón nos habla de Elia, y nos cuestiona sobre cómo vive ella su vida. Es más, creo que la lectura de Nil nos interpela a todos respecto de ¿cómo y para qué vivimos nuestra vida? Esas son cuestiones de las que nunca podréis zafaros, porque son interrogantes fundamentales de la vida humana. Aunque pretendáis eludirlas agazapados en la frivolidad, os invadirá un vacío en el que resonará la pregunta como una exigencia inapelable: ¿para qué vivo, yo?

Elia también está lidiando con ellas. Sé que no habéis tenido ocasión de hablar de lo sucedido con ningún profesor del Instituto. Os propongo que, por respeto a vuestra compañera Elia, repenséis lo que aquel día vivisteis, desde las palabras de Platón y mañana dedicaremos la clase a hablar sobre ello. ¡Ah!, y, por supuesto, como nuestra labor de reflexión es seria, mejor que no haya interferencias y para ello os pido discreción. Hasta mañana.

Los alumnos fueron sigilosamente abandonando el aula mientras Aomar, con un abatimiento que recorría cada hueso de su cuerpo, recogía sus enseres intentando evitar cualquier frente a frente con ningún alumno. Al dejar el aula y cerrar la puerta, se aproximó el compañero de matemáticas y jocosamente le dijo:

—¡Aomar, los domesticas como a corderitos! Un día tenemos que hablar tú y yo de ese extraño poder de sugestión que tienes con estas bestias.

La aludida replicó:

—¡Vigila, que a lo mejor lo tengo con todas las bestias!… Ja, ja, ja,…—rieron al unísono—. Apresuró como pudo el paso corredor abajo, y se dirigió a la jefatura de estudios:

—Disculpa, Marta, tengo una migraña que me va en aumento, no me veo capaz de continuar. Iré al médico y traeré el parte de asistencia.

La jefa de estudios, poniéndole la mano en el hombro, intentó tranquilizarla:

—No pasa nada, hoy hay dos compañeros de guardia. Eso sí, deja trabajo para las clases en las que no estarás. Nos facilita mucho la gestión de las aulas.

Aomar, algo estupefacta, aunque ya acostumbrada a estas dinámicas esclavistas, añadió:

—Lo siento, Marta, pero cuando tengas una migraña entenderás por qué no puedo dilatar mi marcha media hora más y programar actividades extras para las clases a las que voy a faltar porque estoy enferma. Ya traeré el justificante del médico.

Salió apresuradamente del centro. Notó las palpitaciones aceleradas en la cabeza, la pesadumbre, y lágrimas que ya no pudo contener resbalando a borbotones por el rostro, impidiéndole por completo la visión. Se pasó la manga de la chaqueta por los ojos y, reprimiendo los sollozos que le oprimían la garganta, buscó un pañuelo para limpiarse y poder llegar hasta su casa.

Una vez en su refugio personal se produjo la explosión emocional que intentó controlar todo el camino: el llanto se desató sin contornos visibles, los sollozos entrecortaban la respiración, empezó a notar un dolor agudo en el pecho y una incapacidad para tragar la saliva que el llanto iba produciendo. Acudió al cajón de las medicinas y cogió dos Lorazepam de 1g para intentar superar la crisis de ansiedad que le había sobrevenido. La escena en el aula la había desbordado, porque el interrogante planteado por Nil era como si, inconscientemente, ella misma hubiese lanzado un bumerán que retornaba punzante, demoledor y que presidía su horas y sus días: ¿Hay vidas que no valen la pena si son un morirse dilatado?

Sabía, por experiencia, que debía esperar al menos un par de horas para estar en condiciones de contactar con la doctora y plantearle la situación. Ingirió las dos pastillas con agua, ya que en su casa no había alcohol por prescripción médica —aunque en ese momento hubiese deseado un coctel que operara de lenitivo— y se estiró en el sofá junto a un ventilador que la ayudara a oxigenarse, intentando dejar la mente en blanco o, al menos, desconectar de los motivos que de forma inmediata le habían provocado el estallido de la crisis.

Cuando se sintió algo más repuesta se levantó del sofá, apagó el ventilador y se dirigió al ambulatorio, a ver si aún pasaba consulta su doctora de familia. De hecho, tenían el acuerdo de que en cualquier momento que ella se encontrase mal, acudiese a la consulta, tuviera o no cita previa. Los intentos de suicidio de Aomar habían llevado a la doctora Serbas a la convicción de que esta estrategia podía servir de prevención en algún momento, siempre que Aomar tuviera la fortaleza de acudir en su ayuda. Ya habían comprobado, en una ocasión, que así era. Aomar llegaba desestructurada a la consulta, la doctora Serbas le ofrecía las primeras atenciones, llamaba a su psiquiatra particular y este  ponía en marcha toda la estrategia de protección familiar y de ajustes de medicación.

Una vez en la puerta de la consulta, se sentó a esperar, con el deseo de que la doctora estuviera atendiendo al último paciente. Pasados cinco minutos, aproximadamente, se abrió la puerta y vio que salía la doctora dispuesta a marcharse; al encontrarse con su mirada rompió a llorar de nuevo, entraron al despacho, tomaron asiento y la doctora esperó a que Aomar pudiera explicarse. Entre lágrimas y sollozos solo fue capaz de decir que había tenido un problema en el trabajo, que se había ido diciendo que tenía migraña, pero que necesitaba unos días para poder recomponerse y afrontar un tema pendiente con una clase. La doctora le recomendó que intentara calmarse y que lo mejor sería acudir a su psiquiatra. Ella le daría, de entrada, la baja por diez días. La empresa no tenía que ver el diagnóstico, así había sido otras veces, y, por tanto, Aomar podía seguir aduciendo las migrañas como motivo de la baja. Si la cuestión se alargase, ya pensarían en un diagnóstico más creíble a largo plazo. Aomar asintió, más relajada, y esperó mientras la doctora Serbas se ponía en contacto con el doctor Reus, psiquiatra que la atendía desde hacía años. Por mediación de la doctora le dieron cita para el día siguiente por la mañana con el psiquiatra, el parte de baja y la recomendación de que esa tarde no estuviera sola. Intentaron concretar quién le haría compañía hasta el día siguiente, y la doctora Serbas no la dejó marcharse hasta que no contactó telefónicamente con la amiga de turno que se comprometería a pasar una tarde-noche de contención en su casa.

Aomar abandonó el centro de salud decaída, casi sin fuerzas. Con un sentimiento de culpa y de debilidad que empezaba a abrirse camino por recodos oscuros.

—Otra vez de baja ocultando los motivos —se inculpaba a sí misma—. Como vivo cerca del Instituto, tendré que permanecer casi encerrada para no toparme con nadie. Y los alumnos, cuando mañana vean que no voy, se sentirán traicionados, pensarán que yo tampoco quiero hablar con ellos de lo que le pasó a Elia como si fueran cosas insignificantes del edificio, sin sensibilidad ni conciencia, que no merecen ni poder preguntar, ni que nadie les dé explicaciones. —Tras estos pensamientos, Aomar fue desplomándose—. Es este estado de agónico desánimo el que me lleva a desear haber tenido otra vida… estar sola, que nadie dependiera de mí, poder diluirme sin ruido, con discreción… para no dañar. Me miro al espejo y veo cansancio, mucho cansancio de luchar contra mí misma, para seguir viviendo. Me miro al espejo y se resquebraja al ritmo de mi piel y mis arrugas. Me miro al espejo y veo mi alma agrietada, llena de parches que empiezan a caducar. Me miro y me cuesta sostener la mirada, prefiero a veces apagar toda la luz y recogerme entre las sábanas (al menos esa sensación de gastar la vida sin notarlo me reconforta), para no ser casi… dejar que evolucione el silencio sin irrumpir… que pasen las horas, quizás los días… y poco a poco nada vaya quedando de mí…solo ese cobijo envuelto de mutismo que me sirvió de escondite. Quizás me gustaría que nadie me pudiera ver, para no sentirme vista y que esa percepción se me clave en el alma… si no me ven, no soy, si no soy es que por fin conquisté mi derecho a no vivir… ese que no puedo ejercer por otros que tienen los suyos.

Se iba sintiendo cada vez más impotente, más inútil. Pensaba que, quizás, sí debería decir en el Instituto la enfermedad que tenía, porque seguramente no estaba capacitada para educar a adolescentes. Ocultando su patología estaba estafando al centro, a las familias y a los propios alumnos. ¿Qué credibilidad tenía ella? Siguió vagando por las calles, algo aturdida llegó a perder el sentido de la orientación, aunque cuando le pareció despertar de sus cavilaciones, recondujo sus pasos hacia su casa y, una vez allí, volvió a recostarse en el sofá, tremendamente agotada de la tortura mental a la que ella misma se sometía. Se desplegaban ante sí largas horas. Había fingido la llamada a su amiga ante la doctora Serbas, porque detestaba sentirse continuamente vigilada. No le importaba correr riesgos, ya que la soledad era el espacio donde debía librar sus propias batallas. Tampoco tenía sentido perpetuar una vida vacía o una doble vida, en la que una ya no sabe quién es: la que muestra socialmente para ser aceptada, o la que lucha y sufre en su antro para esconder gran parte de lo que es. Entrelazada en estas angustiosas disquisiciones, Aomar se vio vencida por el sueño, allí acaso algún dios pudiera apiadarse de ella.

A la mañana siguiente, ya en la consulta del Dr. Reus, Aomar sentía dolorido todo el cuerpo y un cansancio que le brotaba del tuétano de los huesos. Eran dos síntomas claros de estar sumergida en una crisis y del esfuerzo de resistirse a lo que impulsivamente haría movida por esas heridas marcadas a fuego.

Intentó narrarle lo más detalladamente posible los acontecimientos, que ella creía la habían desestabilizado nuevamente, cómo había ido reaccionando y cómo se encontraba en ese momento. El doctor la escuchó mirándola fijamente a los ojos, e intentando captar lo que verbalizaba y lo que transmitía a través de sus gestos, su rostro, sus lágrimas. Después de un par de minutos de silencio en que Aomar se recompuso y recuperó el ritmo respiratorio normal, el Dr. Reus le hizo una serie de consideraciones:

—Si no la he entendido mal, usted ha sido la única docente a la que los alumnos han acudido para preguntar lo que pasó con su compañera Elia.

—Sí.

—Quizás porque es la persona en la que han encontrado la confianza para hacerlo, y la creencia de que usted era la más adecuada para clarificarles algo que les inquieta emocionalmente.

—Quizá porque saben que estuve con ella hablando desde la ventana contigua.

—Y también porque entienden que si usted tuvo la capacidad de hacerla claudicar de su encierro, probablemente es una persona comprensiva, capaz de darles a ellos una explicación adecuada.

—No lo sé, en cualquier caso ahora debería estar allí dialogando con ellos y no aquí. En el último momento siempre fallo, no llego a completar mis compromisos porque seguramente estoy incapacitada mentalmente.

—De cómo resolver la conversación pendiente con los alumnos hablaremos luego. Ahora, me gustaría que hiciera el esfuerzo de pensar, por encima de cómo se siente, que si hay una persona capacitada para mediar entre Elia y los alumnos es usted, y si hay alguien capaz de facilitar el reingreso de la chica en el centro esa persona también es usted. ¿Y sabe por qué? Sencillamente porque tiene una habilidad empática y de gestión de las emociones mayor que las personas que no han necesitado terapia. Usted se ha trabajado mucho interiormente, y eso le otorga una sensibilidad muy fina en relación con los otros y, por tanto, la virtud de tratar con casos delicados como los de Elia, para detectarlos y derivarlos al profesional oportuno. Le recuerdo que no es la primera vez que usted identifica un problema antes de que se manifieste de forma ostensible.

—Esa supuesta habilidad de la que usted habla solo me hace sufrir y puede ser a veces el detonador de mis crisis.

—En eso estamos. Usted prevé cada vez con más antelación los momentos agudos de las crisis y eso le permite tomar medidas. Es una mejora considerable, que no puede menospreciar. Tal vez le plantearía subir un poco el Topiramato durante un mes y después, si todo va bien, lo volvemos a reducir y usted se toma quince días de descanso en el trabajo.

—¿Y los alumnos?

—Estoy seguro de que estarán entusiasmados de recibir un correo de usted, disculpándose por el momento inoportuno de su baja y haciéndoles alguna reflexión respecto de la situación de Elia, para no dejar pasar más tiempo. A usted le rebajará la presión el hecho de poder hacerlo tranquilamente desde casa y sin alumnos delante. Y supongo que con esto quedará saldado el asunto.

—Espero…

—¿Cómo se encuentra ahora?

—Agotada, pero algo más tranquila.

Sonrió y casi se dejó abrazar por el sofá de la consulta. Sabía que el resto del día el cuerpo también le pediría descanso. Aunque tenía que acudir a la visita de la doctora Serbas, pensó que podía esperar a mañana y se dirigió lentamente hacia su casa, intentando conservar esa calma que había conseguido transmitirle el psiquiatra. El barrio era bien distinto cuando la mayoría de gente estaba trabajando; se notaba actividad, las calles más vacías y los comercios parecían invitarte a entrar. Era una sensación agradable ese momento casi mágico, como si un genio le hubiese concedido el deseo de apearse del mundo por un rato, y ella estuviera viéndolo todo desde fuera, sin ser vista. Poder observar sin ser observada, qué lujo. A punto ya de llegar al portal, despertó de sus ensoñaciones bruscamente al ver a una chica sentada en el escalón y cerciorarse de que no alucinaba, sino de que era Elia en carne y hueso. El corazón le dio un vuelco porque eso no lo había previsto, sus cálculos iban por otros derroteros, y no había vuelto a ver a la chica desde el incidente. Intentó parecer serena cuanto más se aproximaba al portal.

—¡Hola, Elia, qué sorpresa! ¿Cómo estás?

Y se saludaron con un par de besos en las mejillas.

—Mejor, gracias. Venía a ver si te iba bien que charláramos un rato, he llamado al Instituto y me han dicho que estabas de baja, pero como no sabía el motivo, no sé si te encuentras mal para hablar…

—Tranquila, en este momento puedo estar un rato contigo, lo único que debes entender es que tengo migrañas fuertes y que en cuanto note que el dolor empieza a subir tendrás que dejarme sola.

—¡De acuerdo!, estaré poco rato. — Sonrió Elia aliviada.

Subieron al piso de Aomar y tras preparar la tila de rigor –sin ni tan siquiera preguntar nada–, tomaron asiento en el sofá alrededor de la mesita.

—¿Cómo estás? ¿Qué has ido haciendo este tiempo? —preguntó la profesora para dar pie al diálogo que sabía venía a mantener Elia.

—Puedes imaginar que he vivido entre psiquiatras, psicólogos, muchas pruebas para ver si podían diagnosticarme algún tipo de trastorno o había sido algo transitorio. Medicación, terapia.

—¿Y a qué conclusión han llegado o llegas tú?

—Según los psiquiatras tengo una depresión y un trastorno de personalidad, difícil de discriminar aún por la edad. Dicen que tienen una cierta orientación pero que no quieren precipitarse, que lo importante es que vaya mejorando y que en eso la terapia puede tener, de momento, un papel más decisivo.

—Y tú, ¿qué piensas?

—No lo sé. Yo tengo la sensación de haber estado sufriendo siempre. Desde que tengo recuerdos. Sé que tengo motivos, que ha habido razones para ello, y que sigue habiéndolas. Pero creía que conforme me hiciese mayor me iría desprendiendo de lo que no es mío, no me pertenece y no es mi persona, ni mi vida. Pero hace ya tiempo que sé que me equivoqué. Lo llevo grabado a fuego hasta el punto de que tal vez haya desarrollado en mí un trastorno de personalidad que marcará mi vida para el resto de mi existencia. Y eso sí que no podré perdonarlo nunca.

—Elia, digan lo que digan que tengas, tienes que aprender a manejarlo, y lo que hagas de tu vida dependerá bastante de ti. Refugiarte en diagnósticos solo servirá para dar la razón a aquellos que te marginarán por tu supuesta incapacidad. Tendrás incapacidad para unas cosas pero puedes ser brillante en otras. Nuestro entorno debería ser mucho más considerado con la pluralidad de individuos y posibilidades que estos tienen. Pero para eso, personas como tú deben luchar por ello demostrando que sois capaces en determinadas circunstancias, e incluso excelentes.

—Tú eres una optimista vital.

—No creas, soy realista, pero la experiencia me dice que la voluntad, la perseverancia y el esfuerzo, aunque decaigamos en ocasiones, dan sus frutos. Deberías intentar estabilizarte lo suficiente para recuperar la normalidad, lo cual también ayuda.

—Me da reparo y miedo volver al instituto.

—Háblalo con el psicólogo, y si ya he vuelto, te apoyaré. Estoy segura de que algunos de tus compañeros también tendrán esa sensibilidad. Ahora vas a tener que disculparme, porque la migraña empieza a molestarme bastante. Lo siento de veras.

—¡No! Tranquila, gracias por este rato, me ha ido bien. ¿Quieres que baje a comprarte algo antes de irme o que haga algo que necesites?

—Gracias, Elia, tengo todo lo previsible. Muchos ánimos, y mientras pueda, ya sabes dónde estoy.

Se dieron un abrazo de despedida y Elia bajó cada escalón como con un aire distinto en sus gestos.

Eran ya las siete de la tarde. Al día siguiente tendría que enfrentarse a algunas cuestiones no del todo agradables. Así que decidió cenar algo de fruta, tomarse la medicación e irse a dormir porque, ciertamente, necesitaba descansar. Quería, aunque solo fuera por unas horas, adentrarse en ese estado de no-ser plenamente, de casi evaporación, del que extraía fuerzas para arrastrarse a sí misma cada amanecer.

Serían las diez de la mañana cuando, después de su ritual de adecuación, se dirigió al ambulatorio con las indicaciones del psiquiatra a la doctora Serbas sobre los cambios de medicación y la baja laboral que recomendaba para recobrar la estabilidad y evitar una crisis más prolongada. Esta vez tuvo que esperar algo más de tiempo, lo que por un lado aumentó su ansiedad y por otro su sensación de apaleamiento en el cuerpo. Ya en el interior de la consulta, la sonrisa y calidez de la doctora le sirvió de bálsamo para ir recuperando el sentido de la realidad y apercibirse de que no había motivo de preocupación y de que laboralmente estaba cubierta por la ley. Le aconsejó que el parte de baja y todo el trámite burocrático que se pudiera derivar se lo delegara a esa amiga que siempre la apoyaba, y que ella se dedicara a lo que le correspondía: recuperarse. Salió, agradeciéndole como siempre su amabilidad, y pensó en seguir los consejos de la doctora –esta vez sí– en relación a que Marten, su amiga, pudiera hacerse cargo de gestionar los partes de baja con el Instituto. Ella prefería no aparecer por allí hasta que no volviera a incorporarse al trabajo. ¿Quién iba a creer, viéndola, que tenía alguna enfermedad que exigiera la baja laboral? No podía decir la verdad sobre su enfermedad, porque la considerarían no capacitada para trabajar y educar adolescentes, y ¿estaba realmente incapacitada? A veces sentía miedo de estar haciendo daño o, por egoísmo, actuar irresponsablemente. El Dr. Reus insistía no solo en su capacitación, sino en que tal vez lo estaba más que muchos de sus compañeros. Pero si era así, ¿por qué no podía expresar claramente su situación? Podrían adecuarle el ritmo de trabajo para que su rendimiento fuera mejor. Ella estaría dispuesta a llevar informes mensuales de los médicos que le llevan el tratamiento para que el centro tuviera garantías de su estado, y si no fuera favorable, pues no se negaría a coger una baja. Esto ya lo hace ahora en acuerdo con el Dr. Reus y la Dra. Serbas.

III—, El desenlace

Estaba cansada de intentar enhebrar una aguja con hilos deshilachados. Entendía que la sociedad debería facilitar la integración de personas con dificultades que favorecidas en determinados contextos tienen habilidades similares o incluso por encima de la población en general. Esta no debería ser su preocupación, sino poner todas sus fuerzas en preservar su estabilidad para estar bien y poder estar al servicio de la comunidad.

Llegó a casa, se preparó la mesa de trabajo: el ordenador, una taza de café con leche descafeinado y un paquete de tabaco. Había ocasiones especiales que requerían complementos especiales. Tenía además los diálogos de Platón a mano, intuía que podía necesitarlos; fue precisamente comentando el pensamiento de este autor sobre cómo vivir, el motivo que propició que surgiera la pregunta sobre el suceso de Elia. Respiró hondo, cerró los ojos, e intentó resituarse en la clase de aquel día, en el ambiente que se respiraba, en las expectativas que los alumnos transmitían.

Y se dejó llevar:

Queridos alumnos de segundo de bachillerato C:

Ante todo, pediros disculpas por mi ausencia que durará alguna semana más y porque se ha producido en un momento en que estábamos ahondando en un diálogo interesante e importante para todos. Aunque esto, por ahora, acabará siendo un monólogo no querría “desaparecer” durante días sin deciros algunas palabras al respecto. He pensado que el correo era el medio que tenía a mi alcance y que además podía garantizar cierta discreción.

Si lo recordáis, durante la última clase comentábamos que para Platón saber vivir era prepararse para morir, porque estaba convencido de que en la separación cuerpo-alma, esta hallaría su plenitud y desarrollo, y durante la vida debía mantenerse distanciada del cuerpo, dominando su deseos y pasiones, para en el momento de la muerte desligarse de él sin problemas. Uno de vosotros preguntó: “¿Está diciéndonos que Elia no sabía vivir?”.

En primer lugar, la pregunta presupone que la voluntad de Elia era suicidarse. Eso es complejo de saber. Yo personalmente no lo sé. Creo además que pertenece al ámbito de la intimidad de cada persona, inviolable, que todos debemos aprender a respetar. Aunque la telebasura haga de ello un espectáculo, os aseguro que es un atentado contra la dignidad de las personas. Lo que sí os puedo decir es que Elia volverá al instituto y necesitará todo el apoyo, el respeto y el ánimo para volverse a integrar como una más, sin que el suceso de aquel día le pase factura eternamente.

En eso sí podéis ayudarla… y mucho.

Volviendo al tema que planteó Nil, podemos abordarlo de una forma menos concreta pero sobre la que cada uno puede ir reflexionando, ascendiendo desde su persona a la generalidad. Es un proceso que para iniciarse en la reflexión filosófica ayuda. Por eso os plantearía: Saber vivir ¿en qué consiste? ¿Tiene algo que ver con lo que algunos llaman el sentido de la vida? Y la muerte, ¿tiene algún sentido? ¿Qué le diríais a Platón sobre su argumentación? Deseo que os deis cuenta de que hay cuestiones que a todos nos afectan, nos las planteemos con más o menos intensidad.

Con ganas de reencontrarnos pronto:

Un abrazo enorme para cada uno de vosotros.

Aomar, profesora de Filosofía.

Sintió un cierto alivio, aunque no estaba convencida de que esta fuera la carta que quería enviar a los alumnos. Aparecía su aspecto dubitativo e inseguro que podía estar fustigándola lo que quedaba de día. Volvió a releerla pausadamente, corrigió alguna expresión, fue repensando todo lo escrito y, al llegar al final, decidió que así la enviaría.

Pulsó el botón de “enviar” mientras cerraba los ojos, como si el correo pudiera caerse fuera del servidor. Se trasladó al sofá y entró como en una fase de hipnosis. Veía el cielo azul y despejado de nubes, una brisa suave que meneaba lentamente el cabello y los ropajes de los transeúntes dándoles un halo de pausa y calma. Nadie necesitaba ortopedias, las piernas andaban, los brazos danzaban, los ojos veían y las mentes estaban libres de estigmas que, aunque no se pudieran ver, podían ser descubiertos: una pastilla, una receta, un papel de un médico, un saludo por la calle, una ausencia inexplicable…

El timbre del teléfono repiqueteaba con insistencia. Aomar despertó bruscamente de ese duermevela sin saber dónde estaba, ni qué pasaba. Cuando pudo recuperar el sentido de la realidad, se levantó precipitadamente y asió con dificultad el auricular del teléfono.

—¿Diga?

—Aomar, soy Juanjo, de La Concordia.

Ah, sí, dime…

—Siento darte esta noticia, pero acaban de llamar los padres de Elia. Está en la UCI, parece que esta vez lo ha intentado con más empeño.

Aomar se quedó helada, sin palabras y con dificultades para procesar el significado de lo que oía  a través del aparato. Notó cómo fue quedándose lívida y las piernas empezaron a flojearle.

—¡Aomar, responde! ¿Estás bien? —insistía el director desde el otro lado del cable. Cuando estaba a punto de colgar y dirigirse a casa de la profesora, esta dio señales de vida.

—Sí, Juanjo, perdona, es que la noticia me ha dejado perpleja ¿en qué hospital están?

—En el Clínico, yo voy hacia allí, pero tú, si no estás bien, no vengas. Solo quería que estuvieras informada considerando lo que te habías implicado en el caso.

—Gracias, no te preocupes, me acercaré un momento y ya veré. Hasta ahora.

—Nos vemos, Aomar.

Tal y como estaba, pues ni había llegado a desvestirse, se refrescó la cara, se tomó un café con un cigarro rápidamente y pidió un taxi por teléfono –no creía tener las fuerzas suficientes para trasladarse hasta allí y después conseguir mantener la compostura–.

Imaginaba un cuadro trágico por parte de los padres intentando exculparse y buscando aliados para hacerlo. Simplemente se trataba de resistir porque no era un momento más que para esperar, y llorar.

Cuando se apeó del taxi, se adentró en el hospital buscando la zona de la UCI. Le supuso unos cuantos paseos por pasillos con escenas poco agradables, que anticipaban quizás parte de lo que ella iba a presenciar. Hasta que un enfermero le indicó con más habilidad el recóndito lugar donde se situaba la UCI. Al traspasar la puerta, antes de hacerse consciente de las personas que había en la sala de espera, notó cómo se derrumbaba ante ella una mujer que, tras varios abrazos entre sollozos, pudo identificar como la madre de Elia.

Después de intentar sosegarla, dentro de lo posible, le preguntó por el estado de Elia. La madre, sin lograr contener los sollozos, le comunicó que estaba en estado crítico en coma, tras el lavado gástrico. No podían aventurar su evolución: si despertaría o no, si, en caso de despertar, le quedarían secuelas.

El padre ocupaba una silla en la sala de espera, cabizbajo. Aislado de los que acudían a apoyar a la familia, que en aquel momento eran familiares muy allegados y el director y la profesora, por parte del Instituto, ya que fueron ellos los que dieron la señal de alerta de que algo no iba bien.

Aomar le propuso a Juanjo llevarse a la madre a tomar una tila, ya que parecía la más alterada, y que él se quedara al lado del padre por si ocurría algo inesperado.

Así, bajaron las escaleras para descender a la cafetería mientras la madre de Elia le explicaba:

—Ella me dijo que no podría soportar ser diferente toda la vida, tener que luchar siempre contra una enfermedad rechazada socialmente, porque si se enteraban la llamarían loca. No sabía hasta qué punto podría llevar una vida normal. No podía cargar con ella misma. ¿Cómo iba a cargar con el rechazo social?

Aomar buscó una mesa un tanto apartada, y llevaron las consumiciones con cuidado, ya que el pulso de ambas no era el más estable precisamente.

—Elia es una chica sensible y con un corazón grande —dijo Aomar—. Seguramente le ha tocado bailar una danza nada fácil, pero con el apoyo de ustedes, de un buen equipo de profesionales y un centro que siga las pautas que estos marquen, puede salir adelante. Vivir, con momentos mejores y otros peores, pero ¿acaso no vivimos todos así? Y el rechazo social aprenderá a sortearlo, quizás tenga que ocultar su enfermedad. No lo sé. Los profesionales la orientarán. Lo importante es que ahora se recupere, porque si lo consigue todo puede ser muy distinto.

—Sí, pero tengo miedo de que no vuelva a despertarse.

Y los sollozos se transformaron en un llanto incontenible. Así estuvieron, como si nada más sucediera en el mundo, largo rato. Vertiendo lágrimas ya revertidas. Volvieron a la sala de espera de la UCI y todo parecía igual, invariable. Imperaba un silencio que tan solo se resquebrajaba a instantes por llantos ahogados a voluntad. Nadie deseaba dar rienda suelta a su desesperanza, ni mostrarla descarnada en público.

Juanjo posó su mano suavemente en el hombro de Aomar, y, considerando que la familia más próxima de Elia se encontraba ya en el recinto hospitalario, le propuso retirarse discretamente para respetar la intimidad de esos trágicos momentos. Así, hicieron un gesto de despedida a los padres desde lejos y buscaron la salida.

—Yo he venido con el coche, ¿tú? —le preguntó Juanjo a Aomar.

—No, yo cogeré un taxi.

—¡No, mujer! A estas horas te costará encontrar alguno circulando, te acerco a tu casa, es rápido.

—Te lo agradezco —repuso Aomar, que sinceramente prefería ir acompañada de alguien conocido que no subir a un automóvil para sostener por educación una conversación intrascendente en esos momentos.

Subieron al Corsa  de Juanjo y, como si de un pacto tácito se tratara, tan solo hablaron para darse los datos necesarios que requería su objetivo. Aomar descendió del coche, no sin dejar de besar la mejilla de su entregado chófer, que se le antojó alguien muy sensible, y entró, ahora sí, con lágrimas que volvían a mojar sus zapatos en su propia caverna.

El desenlace no se hizo esperar. Al cabo de dos días Elia moría, acaso como había sido su voluntad –o no– sin haber podido superar en ningún momento el estado de coma. Su adiós fue un brusco portazo a la vida con la que no parecía conforme. La suya la neutralizó y dejó ahí a los demás, cada uno con la suya, con el encargo sutil de resolver el terrible enigma de vivir.

Fueron dos días en el tanatorio de un dolor sin sentido, donde la culpabilidad anidaba en las mentes como un virus inextirpable. La muerte se había apoderado injustamente de alguien indefenso y nadie había sido capaz de apercibirse. O, acaso, Elia se había abrazado, como a una madre, a esa oscuridad desconocida y definitiva, pero que al menos la acogía sin oposición alguna.

El Instituto pidió a la familia poder participar de alguna manera en el sepelio: dedicándole unas palabras, eligiendo música que sabían que podía ser de su gusto… los padres aceptaron agradecidos, tal vez porque ellos no eran capaces en esos momentos de realizar ese tipo de esfuerzo.

La capilla del tanatorio estaba llena. Familia, amigos de la familia, amigos, compañeros del centro La Concordia, profesores. Se oía un cierto murmullo mientras la gente buscaba sitio, ultimaban los detalles aquellos que se habían ocupado de la organización del acto. Las primeras filas estaban reservadas para familiares de Elia y las siguientes para profesorado que la hubiera conocido. Entre estos se encontraba Aomar, cabizbaja, concentrada, aislándose del ruido que la rodeaba. El equipo de profesores había decidido que ella era la persona más adecuada para dirigir unas palabras en nombre del centro, aunque solo fuera por el papel destacado que había tenido en las últimas semanas de la vida de Elia. Aomar no pudo, ni quiso zafarse de esa responsabilidad, pero intuyó, desde el momento en que la aceptó, que ese acto sería un punto de inflexión en su vida. Por ello, intentó mantenerse ausente durante el acto hasta que en el momento apropiado le correspondiera salir a leer un comunicado en nombre del centro, que, en el fondo, no fueron más que palabras de Aomar para Elia.

Querida Elia:

Me he tomado la libertad de convertir estas palabras, que debía dirigirte el centro, en las últimas palabras que te diré y que tal vez te debía haber dicho antes. Sé que entenderás por qué no lo hice, y espero que al oírlas todos te entiendan mejor a ti. Con esa voluntad lo hago y me apropio del púlpito.

En primer lugar: perdona, a mí y a todos los que no supimos captar tus dificultades, tu trastorno o tu enfermedad mental se despierta un murmullo de sorpresa y desaprobación en la capillaporque tu temor a enfrentarte a todos nosotros, a nuestros juicios, a nuestra hipocresía, a nuestra marginación fue lo que te hizo claudicar; no fue la enfermedad. Y puedo aseverarlo con una cierta certeza, no solo porque tres días antes mantuve una charla contigo, sino porque –y esto es lo que siento en el alma no haberte dicho porque quizás te hubiera ayudado yo misma tengo un trastorno límite de la personalidad y una depresión mayor recurrente, que llevo ocultando más de treinta años, para que nadie cuestione mi capacidad para ejercer mi profesión como docente. Elia no tenía aún un diagnóstico definitivo, pero sí sabía que sería algo con lo que tendría que convivir de por vida y tratarse para llevar una vida lo más normalizada posible, siempre y cuando todos la aceptáramos así.

En segundo lugar: gracias por tu valentía, expresada de una manera incomprensible para muchos e indeseable para todos, pero que me ha dado el coraje para decidir que hasta aquí he llegado. Soy tan válida, o no, como hace una hora, pero soy la que soy. Los prejuiciosos desviarán la vista.

Elia, nadie vive en vano, aunque sean diecisiete años. Algunos pasan largos años sin que podamos perseguir sus huellas. En tu caso ha quedado bien marcado por dónde pasaste. Gracias por todo lo que nos has dado y perdona por todo lo que te hemos negado.

¡Ah, perdón, pongo mi cargo a disposición del centro!

El silencio que perduró varios minutos acabó acompañado del Réquiem de Mozart. Aomar tomó asiento. Notaba, pasara lo que pasara a partir de ahora, que se había desprendido de una carga enorme. Algo así como una mochila ajena que alguien le había ido llenando por el camino. Elia siempre sería alguien muy especial.

Acabado el sepelio, la gente intentó dirigirse hacia el exterior para dar allí el pésame a la familia. Aomar intentaba escabullirse de todo el mundo. Por una parte, con tanto público era fácil pasar desapercibido, pero, por otra, resultaba casi imposible avanzar dos pasos.

Notó, de repente, que alguien le agarraba el brazo y guiñándole un ojo le gritó:

—¡Por aquí!

Sorprendida, se dejó llevar y como si hubieran descubierto un laberinto mágico reservado solo para gente especial, se plantaron en cuatro zancadas ante un Corsa que le era conocido. Su chófer le besó en la boca y le dijo:

—Perdona, es la primera vez que me desinhibo así, pero nunca había sentido tanta necesidad de sellar los labios de alguien con un beso.

Subieron al coche y se desplegó un horizonte confuso, pero lleno de autenticidad.

Plural: 5 comentarios en “RELATO: Lo etéreo”

Deja un comentario