Las pérdidas son rupturas radicales que nos desgarran por dentro. Hay pérdidas necesarias que nos permiten separarnos de quienes nos han cuidado desde el nacimiento, porque solo dejando atrás esas figuras protectoras podemos crecer y ser autónomos. Lo cual no significa que no sean dolorosas para ambos. Hay otros quebrantos que ni son necesarios ni los deseamos: bien porque a quien amamos nos deja -las razones son demasiadas para pretender mencionarlas- o bien, porque un ser amado fallece.
Estos dos últimos casos son los que aquí nos ocupan. El primero, el desamor, por referirnos a él de manera breve, puede ser muy doloroso, dejarnos absolutamente desorientados y palpando continuamente la carencia. Produce un menoscabo de nuestra autoestima porque nos sentimos míseros y sin merecimiento de nada. Es una etapa en la que debemos reconstruirnos y reinventarnos, descubrir tal vez la fortaleza que hay en nosotros e ir asimilando que, si una persona no nos ama, no es por demérito propio, sino porque el amor se inicia apasionadamente y va transformándose en un vínculo más fuerte que no puede ser forjado con cualquiera. Y esto no lo decimos en detrimento de uno u otro, sino en el sentido de que son muchos los factores que posibilitan esa colusión entre los miembros de una pareja, y tal vez hace falta que el tiempo distancie o aproxime. Desafortunadamente no hay otra manera de saberlo, y cada vez que iniciamos una relación, si lo hacemos con el alma, nos aventuramos a experimentar el riesgo de que se produzca en algún momento una ruptura. Hay personas que ante tal perspectiva y tras experiencias dolorosas, se parapetan para no volverse a enamorar, pero entonces están renunciando a vivir con intensidad el presente, sin amedrentarse por lo que pueda deparar el futuro. Es cierto que de forma inmediata predomina el odio, la rabia, el daño que sentimos que nos han hecho, pero ese es el duelo que con el tiempo debemos procurar que sane nuestro sufrimiento. No creo que haya otra manera de vivir que merezca la pena.
En el segundo caso, compartir el proceso de enfermedad con un ser querido y de muerte posterior es de esas pérdidas que todos deseamos no tener que experimentar nunca. No hay mucho que hacer ante tal acontecimiento más que acompañar con todo el amor y la paciencia que podamos al ser querido. También puede ser una muerte súbita, inesperada. Esta es, en algún sentido más difícil de digerir porque no hay previo aviso, ni posibilidad de imaginar que algo así pueda suceder. Los duelos son distintos, pero siempre muy dolorosos.
Tras una pérdida del tipo anteriormente mencionada, nos quedan aromas, objetos, música y otros elementos que nos hacen recordar con cariño y gratitud a la persona perdida. Nos queda su ausencia, que en la cotidianidad es la presencia más palpable y ante la que debemos reubicarnos, poco a poco, en ese proceso de duelo que se inicia.
Todos a lo largo de la existencia sufriremos por pérdidas indeseables; lo crucial es que sepamos que nuestro valor como personas no disminuye ni un ápice por esas pérdidas; en ocasiones nos puede generar una sensibilidad distinta ante el dolor que supone para cualquiera vivir una experiencia así.
El paso de los años también es una pérdida que experimentamos sin tener del todo esa conciencia. Vamos perdiendo la propia vida que es lo único que, ciertamente, tenemos.
