poder y dinero

Lo humano: del ser elegido al depredador compulsivo.

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Descifrar la auténtica naturaleza de lo real ha sido desde nuestros ancestros una necesidad ineludible. Poder identificar lo real y entender su funcionamiento, posibilita comprendernos a nosotros mismo y qué lugar ocupamos en el Cosmos -como reza la obra antropológica de Max Scheler[1]-.

Cuestionarse cuál es ese lugar ya contiene implícita la creencia de que no somos seres como los otros, y que obviamente tenemos un puesto privilegiado, que comporta una responsabilidad. Sin embargo, los siglos XX y XXI, siendo herederos de autores fundamentales del XIX – Schopenhauer, Mainländer, Nietzsche, …- han resituado lo humano como un ser vivo, material, corpóreo, privilegiando la inmanencia y destituyendo lo trascendente como origen y sentido del mundo. “Muerto Dios”, se desata una búsqueda desde la nada que clarifique la cuestión sobre el sentido de la vida humana.  

Estas posturas filosóficas, obviamente, siguen conviviendo con creencias religiosas que resuelven estas cuestiones nucleares. Sin embargo, el pensamiento predominante ha desplazado lo divino como algo que pueda con consistencia ser considerado fundamento de algo, y menos del mundo y del sentido de la existencia humana. La Filosofía no es en absoluto ajena a la ciencia, quien así lo crea lo hace por ignorancia.  La ciencia evoluciona porque los paradigmas de pensamiento lo permiten y a su vez los nuevos descubrimientos refluyen en la evolución de esos mismos paradigmas[2]. Es, en términos zubirianos, una refluencia permanente.

En consecuencia, la concepción de lo humano -dentro de una gama más o menos amplia de concepciones con discrepancias- se sitúa anclado al mundo material que habitamos, como cuerpos que pasiva y activamente afectamos y somos afectados por el mundo, y lo que es más relevante: somos, queramos o no voluntades y racionalidades interdependientes que no podemos reconstruir el mundo individualmente, sino siempre en interrelación con los otros.

De esta manera, habiendo prescindido de fundamentos legitimadores trascendentes, somos nosotros los que debemos establecer por consenso qué criterios legitiman las acciones y los fines a las que están orientados.

Esta última cuestión es, si cabe, más urgente cada día porque nuestra pasividad colectiva deja un recorrido despejado a consensos implícitos sobre criterios que dominan el mundo sin tenerlo a él mismo como fin, sino como medio que puede ser destruido, si el fin lo requiere. Así, la ambición de riqueza y de dominio de unos sobre otros, acaba imponiendo lo crematístico como el criterio de decisión que se superpone a cualquier otro. Las alianzas se gestan con este fin, mientras que otro tipo de alianzas, que estén orientadas a respetar lo humano, se muestran debilitadas e inexistentes, al menos a nivel global.

Si ser radicalmente realista nos conduce a la desazón y apatía, deberemos reconocer que tenemos el mundo que nos merecemos, hayamos participado directamente o no en su mantenimiento. La fortaleza de mirar lo real con la crudeza que hoy se muestra es imprescindible para que resurjan coaliciones que se inspiren el recuperar la dignidad de todo humano y actúen, no solo teoricen, en vistas a este propósito irrenunciable.

Quizás la única manera de contrariar la tendencia que impera sea de abajo hacia arriba, y en este sentido, las acciones que pequeñas comunidades puedan llevar a cabo, si consiguen ser escuchadas y contagiar a otros puede, desde una democracia sustancialmente renovada, construir nuevas formas de vida sostenibles y más humanas. Huyo de lo utópico porque acaba paradójicamente provocando desesperanza, y me aferro a lo posible, que no significa fácil ni sencillo, pero sí una vía desde la cual los individuos como cuerpos castigados pueden rebelarse, apoyados por cuerpos menos mortificados.

Para los que os interese:


[1] Max Scheler.  El puesto del hombre en el cosmos. Editorial ESCOLAR Y MAYO EDITORES (GUILLERMO ESCOLAR EDITOR). 2019.

[2] Kuhn, T.S. La estructura de las revoluciones científicas. FCE. México.

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