«Paren el mundo que me apeo»

No hay comentarios

El día amaneció nauseabundo, emergiendo con la resistencia de no querer alborear, como si fuese posible prescindir de una jornada que quedó manchada de sangre, alaridos y terror.

Ya no puede haber más que un once de marzo bajo el sol, ese que provoca la regurgitación de un dolor inmensurable. Ese del que solo pueden responder con autenticidad los que fueron despedidos a pedazos con los trenes.

Los que no estábamos allí, podemos pasar de puntillas anualmente o revivir una masacre inimaginable, como tantas otras de las que nos hemos librado; motivo por el que escribimos, hablamos y sentimos recordándolas.

El hombre no es un lobo para el hombre, es peor; a veces como una maquinaria oculta que despelleja, y cercena carne como si fuesen trozos de material inservible, como si se triturara materia sobrante. Nada humano queda en esos actos, o algo humanamente monstruoso que no podemos ni reconocer.

El día continúa sombrío, triste; no está nublado y me parece una desconsideración de la naturaleza que hoy, otro once de marzo, no permanezca tenebrosamente oscuro el cielo, deberíamos encapotarlo o recluirnos, o desintegrarnos.

Seguimos siendo testigos impotentes de barbaridades que matan salvajemente, sin piedad, sin compasión.  Se impone un sinsentido, una nihilidad que arrasa con millones de vidas humanas a manos de otros humanos. Todo continúa igual, varía el lugar, el nombre de las victimas que acaban siendo números anónimos. Y yo, aquí, escribiendo, un acto que solo sirve para poder vomitar la podredumbre que me corroe por dentro.

Deja un comentario