El quid de la vida.

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Abro los ojos al mundo nuestro de cada día, me levanto, percibo el cansancio profundo en cada poro de mi piel, desayuno y me voy recomponiendo algo de esa forma tan poco estimulante de despertar. Leo y escribo, escribo y leo y tras algunas horas mis neuronas se vuelven antisinápticas, por lo que aprovecho para ocuparme de alguna tarea cotidiana más pragmática, activa y que tan poco me gustan -fregar platos, lavadoras…- Después intento salir a pasear para que el sol y el aire sustituyan el ambiente enrarecido de casa que reclama a gritos ser ventilado. Tras una salida que puede ser más o menos larga, según si he quedado con alguna amiga o amigo para mantener viva la llama de la amistad, mientras arreglamos el mundo, regreso a casa; como, duermo la siesta y se avecina normalmente una tarde baldía. Sin capacidad ya para nada que no sea mantenerme pasivamente en un sofá o dirigirme directamente a un bar para tomar algo con alguien, Aguardo la hora en la que empiezan a llegar a casa mis convivientes y cenamos, noticias, serie o película y a dormir. ¿Y al día siguiente? Pues lo mismo. Alguien se preguntará, y ¿dónde está el quid de esa existencia, ya retirada del mundo laboral desde hace años, en la que cada día parece ser igual? Y en la respuesta está condensado todo cuanto he aprendido a lo largo de la vida: sentirse bien con uno mismo y degustar los detalles, aparentemente nimios, como el gesto de una sobrina nieta, una risa, un sentimiento de alegría que te trasladan tus hijos y cada interacción con las otras personas que te renuevan y renuevas, porque nunca es un simple paseo o una consumición en un bar, sino un diálogo en el que se cuece la vida de ambas, llega a su punto álgido y extraemos el fruto que nos hace gozar del hecho de ser personas.

Hasta que no descubres y experimentas que no hay más, la insatisfacción es un roedor que te corroe.

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