El sentido del ridículo

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Hay una frase hecha que reza algo así como que hay gente que no tiene sentido del ridículo. Aunque la RAE considere como sinónimo de ridículo lo raro, entiendo que popularmente se califica como tal no algo que no se ajusta a la “normalidad”, sino aquello que no es ejercido con el mínimo de calidad que es de esperar y, en consecuencia, se convierte en algo irrisorio, esperpéntico y caricaturesco. Pensemos en alguien que dice tocar el piano. Un día decide tocar una pieza para unos cuantos, y empiezan a tropezar las notas unas con otras, a producir un malestar estético que rompe con cualquier patrón de lo que es la armonía musical, y ante tal espectáculo mentimos y aplaudimos. Esta actitud se adopta por pena, lástima, ya que quien ha tocado el piano cree, al menos aparentemente, que es bueno tocándolo. Y digo aparentemente porque, en muchas ocasiones, ante los muchos complejos que todos podemos tener reaccionamos negando nuestra falta de habilidad o destreza y nos autoengañamos, comportándonos ante los demás como si fuésemos unos virtuosos de “algo”, el piano o lo que fuere.

El juicio que hacemos tras ver a esa persona realizando su supuesta destreza es que carece del sentido del ridículo, porque no es que no sea virtuoso, es que lo hace mal a rabiar, y no parece tener la más mínima conciencia de ello. Entiendo que esa carencia de realismo respecto de sí mismo se debe a una frustración entre lo que ese individuo quería ser y lo que es, respecto de alguna actividad en concreto. Busca justificaciones del porqué no obtiene reconocimiento y lo atribuye a contingencias externas que nada tienen que ver con su virtuosismo, y sigue viviendo como si su habilidad fuese indiscutible. Algunos, inclusive, dicen sentir vergüenza ajena, o lo que es equivalente: el bochorno que debería sentir el autor de la acción, y que no siente porque si fuese así se inhibiría de actuar, es de facto padecida por los que lo observan con la conciencia de que esa persona está bordando lo grotesco.

Alguien cercano, con una relación de confianza debería con tacto y habilidad sugerirle que tal vez no le compensa exhibirse de esa manera, porque siendo “normalitos” en el ejercicio de esa actividad debe haber muchos como ellos. Vaya, esta sería una manera amable de intentar que abandone ese cometido que lo abochorna, y descubra otras aptitudes que posee.

Lo crucial de esta cuestión con la que podemos encontrarnos todos muy a menudo, si es que no caemos nosotros mismos en esa trampa acomplejada, es que detrás de lo que hoy vemos puede haber una historia de desprecios, ninguneos que han menoscabado la autoestima de esa persona, y que en algún momento alguien la ha aclamado como si fuese un artista y está viviendo una falacia sostenida por muchos de los que le siguen el juego.

¿Cómo paliar ese sufrimiento que se oculta en las profundidades del autoconcepto de alguien? Seguramente, proporcionar un sentido de la realidad sea tarea de un profesional de la salud mental, si es que esa persona acude por una insatisfacción o decaimiento permanente cuya causa no sabe identificar. Solo alguien neutral que desde su ejercicio de su profesión intervenga, con la certeza para quien acude de que lo que allí desembuche queda protegido bajo la llave del código deontológico, está en condiciones de ayudar a esa persona a reconocerse y valorarse tal y como es, dejando de representar continuamente un personaje, que además de lo mencionado y analizado, se muestra como boyante de felicidad, yendo de un lugar a otro -viajar está sobrevalorado hoy en día- y sonriendo siempre ante la cámara como si los demás tuviésemos motivos de envidia. Quizás necesite ser envidiada para no envidiar.

Todos tenemos nuestro puntos débiles, nuestros desajustes y si somos capaces de percibir los ajenos, debería ser porque primero hemos sido capaces de ver los propios, crudamente y sin máscaras.

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