¿Hay un reconocimiento fáctico de las singularidades en las sociedades democráticas?

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Ayer, una persona muy especial para mí me preguntó: ¿si tuvieras que indicar en qué parte de tu cuerpo crees que estás tú, ¿cuál dirías? Desde una actitud filosófica ortodoxa respondería que cada individuo es su corporalidad, todo él es materia-cuerpo. Sin embargo, la pregunta me pareció que tenía, si cabe, más enjundia, ya que, aunque sintamos que la mano es nuestra, no creemos que nosotros somos nuestra mano. Incluso si sufrimos alguna fractura no sentimos que nuestro yo se ha fracturado, sino que nos distanciamos del órgano referido y hablamos sobre él como si siendo nuestro, no nos afectara en lo que somos.

Ahora bien, profirió mi interlocutora, me parece que somos nuestra cabeza, señalando desde el rostro. Me identifiqué con esta apreciación y nos cuestionamos el porqué. La razón no parecía ser que en la cabeza se halle el cerebro, sino que los sentidos de la vista y el oído se hallan como dos fuentes de información y retroalimentación privilegiadas sobre nosotros, los otros y el mundo. Constatado esto, nos replanteamos la importancia de los sentidos en la existencia del humano, ya que tradicionalmente en Occidente se ha privilegiado la razón, y nos apercibimos que un individuo sin el sentido de la vista y el oído tendrá muchas dificultades para vivir en un mundo humano, a no ser que el resto de la comunidad haga un sobreesfuerzo por integrar a esta persona, supliendo sus carencias con instrumentos pensados ad hoc para una situación de este tipo.

Sin los sentidos somos un cerebro capaz de producir tal vez ideas que poco tengan que ver con el mundo que nos rodea, ya que la incomunicación convertiría esa existencia en una tortura en soledad. Por eso, cabe reafirmar lo sensitivo ampliamente entendido, como el punto de partida y quizás de llegada, rehogado con la razón de nuestro conocimiento de nosotros, los otros y el mundo. Una cuestión que ha estado en debate durante siglos y que, según como puede seguir estándolo.

Mi interlocutora es psicóloga, y su cuestión creo que viene originada por la inquietud de cómo la comunidad facilita medios de compensación que faciliten la integración de estas personas en la sociedad. Siendo la mayoría los que no estamos afectados por estas carencias sensitivas la cuestión acostumbra a pasar a segundo término, incluso cuando se ha legislado sobre ella -un ejemplo son las dificultades de acceso a medios de transporte y otros lugares para personas que van en sillas de ruedas-.

Como contrapunto, podríamos encontrar a las personas cuya capacidad sensitiva está tan desarrollada que su incapacitación o su sufrimiento puede derivarse de la excesiva intensidad de los estímulos, como ruidos, gentío, luces, …podríamos ver en estas personas unas capacidades privilegiadas que pueden ayudar a la comunidad; por el contrario, la vida en sociedad no tiene en cuenta estas singularidades y los que es una capacidad se vuelven en un entorno hostil en fuente de padecimiento.

Está claro que las sociedades están pensadas para las mayorías “normalizadas” que no manifiestan ni carencias, ni excesivas capacidades, y simplificado no son un incordio, ni una molestia.

Podemos seguir, desde un punto de vista teórico, predicando la diversidad y singularidad de los individuos como algo crucial en una democracia liberal, que debe por lo tanto considerar estas peculiaridades en la práctica, pero es aquí donde se evidencia que somos hábiles en los discursos teóricos, y torpes o faltos de voluntad en hacerlos realidad en la práctica.

Una sociedad es diversa siempre, pero su reconocimiento es inútil en teoría si no hay una praxis que dé como resultado estrategias concretas de adaptación de las singularidades. O mejor dicho: de facto, no hay reconocimiento de la singularidad.

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