Todos podemos vivir temerosos de lo real, y descentrar la mirada para no ver lo que le resulta excesivo a la sensibilidad, ni oír el balbuceo, la ecolalia de la víctima que no sabe que lo es y que transita desorientada hasta que reconoce que sí, que lo fue; pero también que puede dejar de serlo. Nos vence la cultura del silencio y del encubrimiento, como un manto apolíneo que todo lo embellece, o lo niega.
También podemos resurgir y recomponernos a gritos, declamando el dolor que anida como una daga clavada sin piedad; y una vez nos hemos despojado, hemos vertido la podredumbre que nos ha acompañado, vengarnos si la furia nos reclama tal acto, o buscar el señalamiento de quienes han mutilado la vida de tantos. ¿Quién se cree legitimado para juzgarnos? ¿Quién levantará la voz par decir que la venganza no es lícita? ¿Quién tendrá la desvergüenza de decir lo que es lícito o no?
Cuando nos atraviesa un daño irreparable infringido por otros, en algún instante surge el monstruo interior que ha ido creciendo, babeando, echando espuma, explotando; y dejarnos llevar por él es actuar en proporción al mal que nos hicieron.
No son fantasmas lo que nos impide vivir, sino zombis reales que se han gestado en nuestro interior y que agarran el timón, en ocasiones, para grujir tan intensamente que el eco retumba en todo el planeta.
¿Y quién le dice ahora a un palestino lo que es lícito, a cualquier víctima inocente de aferes que le trascienden? No hay tribunal que quiera ni pueda impartir justicia, porque ésta, a veces, no consiste en condenar y penar unos actos. Sino en una venganza que mitigue el dolor y posibilite la reconstrucción de quien fue víctima, en alguien que nunca más lo será y que se despojará de ese estigma cuando sienta saldad la Gran Deuda que alguien -sea individuo, institución, …- contrajo con ella o él.
Somos los titanes nacidos de la ignominia que ha cosificado a otros -o a nosotros-, los ha vejado y humillado y solo aligerando la fuerza que contenemos podremos descansar, y vivir como deseemos. El límite está en la dignidad del otro, y solo respetando esto podemos flotar esa Barca del NosOtros de la que habla Ricardo.
