La escritura como transgresión.

Cuando nos proponemos escribir un libro sentimos una convulsión que no es más que el síntoma de ciertos caos interno. Poseemos ideas deshiladas, nihilistas -en el sentido etimológico del término- que debemos esforzarnos por ordenar de manera que sean comprensibles o, por el contrario, en lugar de un libro, nos veríamos exigidos a escribir una obra ingente para que de su lectura pudiese enhebrase algo con sentido. Esto último está reservado para los genios. Los demás, mediocres como somos, nos hallamos inmersos en un magma del que, con todo el vigor del que seamos capaces, deberemos desprendernos de lo fluido o carente de importancia para extraer lo sustancioso; léase aquello que por su significado atribuido permite la comunicación de lo que discurre por nuestra búsqueda filosófica, es decir interminable.

Aunque la tarea sea ingente, es netamente estimulante: no hay mayor satisfacción para el buscador incansable que hallar cierta coherencia en su decir y, por supuesto, en el hacer que se deriva de esas palabras. El camino es pedregoso, ya que desde contradicciones internas entre lo pensado y lo experimentado, hasta creencias difíciles de erradicar se hallan en ese sólido empedrado por el que caminan nuestros pies. Quien asume el reto, o fracasa estrepitosamente o experimenta una catarsis de la que, obviamente, emergerá transformado y metamorfoseado.

Por ello, un libro vale la pena si el proceso creativo afecta a su autor como un punto de inflexión irreversible. La soledad de la vivencia, y la apropiación que de ella hace quien crea y recrea, fortalece la capacidad de retomar esa transgresión constantemente. Y es que, en una escritura que valga la pena debe haber transgresión de uno mismo y de lo otro.