Saber vivir también es saber envejecer -contra el «edadismo».

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Soy un cuerpo en cadencia natural, envejeciendo. Y me siento inmersa en ese proceso que te lleva a mirar la muerte de cara. Hay quien prefiere no admitirlo, cierto que cada cuerpo envejece al ritmo de la lid que ha librado durante su existencia. Unos antes, otros después. De pequeños nos parecía inmenso el tiempo que necesitábamos para crecer. Queríamos, pero la lentitud se imponía cruelmente, sobre todo para las generaciones en las que ser un niño era algo similar a ser una inversión o “algo” sin nada que decir. Y, sin embargo, crecimos, llegamos a la adolescencia y constatamos que eso de crecer no era la panacea que nos habíamos imaginado. Se sufre, se siente se contornea uno, un día de alegría, goce y placer; al otro de dolor, y sufrimiento. Empezamos en aquella edad a descubrir que la existencia no sale en las películas que emitían en nuestra época por televisión, y hay que saber leerla e identificarla. Llegados a la juventud, trabajar, estudiar de noche, …y diversión puntual y escasa, aunque es cierto que con esa energía hasta trabajando la lías y te diviertes, y estudiando con los compañeros, también. La existencia ya muestra su auténtico rostro y sabemos que lograr vivir es un esfuerzo costoso.

Llegados al principio de la vejez, algunos se niegan como si pudieran revertir el tiempo, y otros iniciamos sin decidirlo un ejercicio de recordar, por recordar, conscientes de que lo que somos viene de quien hemos sido. Aún podemos vivir y experimentar anhelos que fueron frustrados, aunque lo que más deseamos ahora es paz, calma y armonía. Quizás fueron esos los grandes deseos insatisfechos que nos quedan por saborear, ni que sea mínimamente.

El gesto de asumir que se nos quiebran los huesos, es crucial para que sea un periodo en el que aún podamos disfrutar y sentir la complicidad de los otros.

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