Sobre si se puede vivir haciendo lo que a uno le venga en gana, habría bastantes cuestiones a tener en cuenta y matizar. En primer lugar, la perspectiva varía si nos referimos a un sujeto individual o si el sujeto es un Estado.
El individuo tiene deseos, apetencias que puede satisfacer siempre y cuando las acciones que se deriven no atenten contra la dignidad y los deseos de los otros. Un ejemplo simple: puedo desear comerme un pastel de chocolate y es lícito que lo haga si nadie más tiene que comer de ese pastel; o puedo desear mantener relaciones sexuales con alguien siempre y cuando ese alguien también lo desee. La claridad es meridiana. Como vemos mis deseos no deben arrasar como una apisonadora con los de los otros, aunque sí es lícito que luche por algo que quiero -aquí el desear es menos impulsivo- esforzándome por conseguirlo, a pesar de que eso vaya en contra de la aspiración de otro, siempre y cuando lo decisorio sea el empeño que cada uno ponga en ello, no los privilegios del punto de partida o los contactos que me favorecen por el camino.
En cierto sentido, y siendo realistas, habitamos un mundo competitivo, como la de nuestros predecesores que podían enfrentarse por una misma pieza de caza. La diferencia es la intensidad de esa confrontación, los medios que se utilizan y la complejidad del contexto y de las acciones que llevamos a cabo.
De aquí que, la cooperación fuese identificada por nuestros antepasados primitivos como una estrategia que podía acabar beneficiando a todos. Hoy en día, aunque el término cooperación esté en boca de muchos, lo que en realidad se produce es un cálculo complejo de lo que uno obtiene cooperando con otro, en lugar de enfrentarse claramente a él.
Esta reflexión trasladada al Estado tiene, si cabe, más limitaciones. Si cada estado hiciera lo que le viniera en gana a los que lo dirigen, las ganas de unos y las de otros llevarían probablemente a una situación parecida al estado de naturaleza hobbesiano: una guerra de todos contra todos, o de unos que se alían contra otros, pero una guerra abierta permanente. Para evitar esto, los Estados se someten al Derecho, a un sistema jurídico que garantiza la convivencia entre los ciudadanos y las relaciones con otros estados. Si, además, la forma de gobierno es lo más democrática posible -lejos de la deseable casi siempre- el Estado debe someterse a la voluntad de los ciudadanos que son los que afrontan cuerpo a cuerpo los conflictos entre estados. De esta forma, lo que esperamos es que haya unos principios que regulen los límites y derechos de unos estados respecto de los otros, para evitar estas situaciones de lucha.
De facto, lo que sucede es que las acciones de muchos estados rompen con cualquier regla de respeto y convivencia con los otros. Aunque, esta permisividad no es la misma para todos. Algunos estados están restringidos en su hacer porque sería devorado por la comunidad internacional, sin embargo, otros parecen tener carta blanca para hacer nítidamente y sin tapujos lo que le viene en gana. Observemos la distancia en las reacciones y sanciones o rechazo de los Estados ante las ganas de Rusia de invadir Ucrania, con las reacciones ante las ganas de Israel de hacerlo con Palestina y, ahora, con el Líbano. Las diferencias son abismales: uno, actuando de manera no legítima, es objeto de bloqueos económicos, ruptura de lazos comerciales, abandono de embajadas; otro, es avisado reiteradamente de lo que no debe hacer, lo hace, y no hay consecuencias contra este hacer lo que le viene en gana.
Alguien podría objetar que los contextos son muy distintos y la situación diferente. Sí, si no hubiese diferencia alguna, hablaríamos del mismo Estado y conflicto. Pero no podemos pasar por alto que, sin unos límites en las acciones de cada uno de los estados, el mundo sería jauja y la convivencia, y aún menos la cooperación sería imposible. Cada uno se apropiaría política, geográfica y económica del que más le conviniera.
En consecuencia, que un Estado de Derecho sea coherente es fundamental para que la vida de unos junto a otros sea posible. Que no haya connivencia para unos y condena para otros, sino que la vara de medir si la actuación se extralimita sea la misma.
Sabemos que esto no es así, que el “derecho” a hacer lo que le dé la gana a uno y otros es reconocido de forma dispar, y que el resultado es que el Derecho se disuelve y no garantiza nada a nadie.
Cuando la “gana” es el disparador de las acciones, y estas no son frenadas por ninguna institución internacional con poder para ello, no hay justicia, ni equilibrio y, entonces, cualquier acción puede llegar a ser legítima. Esta legitimidad dependerá de la perspectiva, y, por ende, para unos existirá el terrorismo, lo cual para los que lo protagonizan serán movimientos de liberación o cualquiera de sus variantes; mientras que otros reconocerán el terrorismo de Estado -lo cual es inadmisible porque es una contradicción, si éste es de Derecho-, o lo que los Estados que lo llevan a cabo presentarán como legítima defensa.
De esta forma, el lenguaje se usa con plena intencionalidad de crear una realidad u otra, y es eficaz porque uno de sus usos es políticamente correcto y otro suele ser considerado como execrable.
