Se va consumiendo tímidamente la existencia y, casi, ni nos apercibimos. Hasta que un día el cuerpo nos avisa, recordándonos que somos finitos, caducos y que podemos pasar sin haber saboreado lo nuclear, aquello en lo que sí cabe regodearse hasta saciarse.
Desgranamos con el tiempo, desbrozamos lo que sí es imprescindible de lo que resulta accesorio, para acabar viendo que no hay tanto que sea irrenunciable, pero lo que sí lo es hay que valorarlo.
La confianza es un acto emocional entre dos individuos, mediante la cual el que confía está reconociendo al otro como alguien valioso. Poco percibimos ese acto de generosidad de quien confía en nosotros, porque su confianza nos está nutriendo de humanidad, entregándonos lo más íntimo de sí para que lo alberguemos y lo centrifuguemos para devolverle una versión diferente de la que ese otro percibe. Esto puede ayudar al otro. Sin embargo, entiendo que quienes son depositarios de esa confianza están recibiendo una dádiva impagable, ya que se iluminan los aspectos más valiosos que poseen, haciendo de ellos un reconocimiento inigualable.
Su significado etimológico nos remite a algo así como acción de fiarse totalmente, y esa confianza es un regalo, reconocimiento y responsabilidad que solo debemos acoger si ciertamente estamos dispuestos a no traicionar a quien pone en nosotros esa confianza.
La confianza es tan importante en la interacción humana que aquella que los psicólogos -grosso modo- denominan básica, o sea los vínculos primarios que establecemos con nuestros progenitores o quienes cumplen las funciones parentales, condiciona altamente los rasgos de la personalidad del individuo. Su autoestima, la confianza en sí mismo, la seguridad.
No podemos “jugar” con la confianza ajena. Más vale retirarse a tiempo y no hacernos depositarios de algo de lo que no somos dignos. Y podemos no ser dignos de esa confianza con relación a unos, y sí serlo con relación a otros.
Ese árbol con ramas entrelazas que vinculan y van siendo cada vez más sólidas.
