Las pérdidas y los vínculos pueden constituir un periplo vital desde el cual otear la propia existencia. Una pérdida es como una herida que se abre y deja expuesta la necesidad y la carencia que conlleva. Podemos perder un trabajo, la vivienda y con ello nuestro modo de vida. Y, aún, padecer la pérdida de seres queridos con los que teníamos grados de vinculación distintos.
Sea el tipo de pérdida que sea -todos tenemos a lo largo de la existencia- nuestra posición en el mundo se alterar, porque pasamos a ser “sin” aquello que complementaba parte de nuestro lugar en el mundo.
Visto así, la existencia es un duelo que se extiende en el tiempo. El nacimiento es la primera pérdida de un lugar seguro y protector: el útero materno. Nuestra adaptación al exterior, que por suerte no recordamos, no debe ser nada fácil, y ahí nos altera una primera pérdida ante la cual debemos aprender a resituarnos para sobrevivir. Obviamente sin la figura de un cuidador -madre/padre, …- no sería posible, y esa primera tragedia y cómo podamos, con mucha ayuda, afrontarla inicia una manera de percibir el mundo y adaptarnos o no a él.
El crecimiento es dejar atrás fases más protegidas e ir ganando en autonomía, y es importante explicitar que este perder posiciones no es posible sin los vínculos que nos permiten alcanzar otras. Así, el tránsito de la niñez a la adolescencia, la juventud, la etapa adulta es una carrera de fondo de lo que perdemos y a lo que nos vamos aferrando para desde anclajes seguros -vínculos- seguir buscando ese lugar propio.
Solo hemos mencionado el proceso por el todo individuo humano atraviesa -de maneras muy diversas por las condiciones que le rodean- desde el nacimiento. Sin embargo, existen otras pérdidas que, no siendo necesarias para crecer, van marcando nuestras vidas. Desde los seres queridos más próximos a otros cuya relación marcó un antes y un después en nuestra manera de ver la existencia. Cada pérdida, hemos dicho, deja en carne viva una llaga que habrá que curar, y con el tiempo aprendemos a integrar las pérdidas, ya que nos apercibimos de que cuanto hay tiene fecha de caducidad.
Siendo seres sociales, no podemos prescindir de los vínculos, y cada conexión intensa con otros acarrea una pérdida antes o después. Es cierto, no obstante, que hay un tipo de pérdida que es difícil de integrar: perder a los padres de muy pequeño, o perder a un hijo. Estas son, tal vez, esas pérdidas no necesarias que traspasan la capacidad de metabolizarlas emocionalmente y que perforan nuestro núcleo emocional de manera irreparable.
Lo dicho, no significa que tengamos que dejar de vivir; hay quienes son capaces de asumir pérdidas que, aunque siguen siendo vacíos abisales, les permite reconstruir su vida desde otras perspectivas.
No obstante, la soledad en el proceso del duelo, ese recodo íntimo al que nadie puede llegar y en el que en el fondo se metaboliza la pérdida, es la fase más dura e ineludible sin la que no hay auténtica asunción de lo sucedido.
Diría casi que en la existencia lo fundamental sucede en soledad, y sin aceptar esa fase es muy difícil recomponerse y hallar un nuevo lugar en el que, al menos, uno se sienta cómodo.
La pérdidas se asumen y los vínculos se trazan en lo más profundo de cada uno, en esa soledad sin la que no habríamos gestado un existente único e irrepetible.

El tema recuarda el siguiente fragmento de poesia:
“Coged las rosas mientras podáis,
veloz el tiempo vuela.
La misma flor que hoy admiráis,
mañana estará muerta.”
-Robert Herrick-
Gracias por el articulo
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A ti por el poema!!!
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Srta Ana de Lacalle: Es usted la que incentiva e inspira, gracias siempre!
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