La impotencia es una de las mayores frustraciones del humano. Y no porque nos tengamos que considerar omnipotentes, sino porque la no potencia, el no-poder, a menudo, se manifiesta en acciones que creemos deberían estar a nuestro alcance. De uno mismo como sujeto, o de otros.
Sin embargo, dado que existimos en interacción y necesitamos cooperar, las diversidades de cada singularidad, que pueden ser enriquecedoras, se tornan a veces en el mayor lastre. La experiencia al respecto se convierte en una escena algo grotesca, cuando te ves a ti mismo dándote golpes con la testa en un muro indestructible. Y la palabra no sirve, es como si se hubiese quedado hueca, sin significado. Parloteamos durante horas en vano, por lo que el momento en el que constatamos que nada sucedió antes, porque nada cambió después, te desquicias de impotencia.
Esta dificultad lleva a muchos a preferir realizar sus proyectos individualmente que en colaboración con otros. Cierto que siempre pueden aparecer controversias, lo problemático es cuando no es que haya controversias explícitas, sino que te hallas de facto que nada nuevo se ha gestado en el horizonte por parte de quienes reiteraron anteriormente que sí, que harían esto, y lo otro.
Si este tipo de colapso se produce en colaboraciones más o menos cercanas, imagino cuán difícil debe ser ningún tipo de colaboración a gran escala, y como se dilatan los tiempos y se difuminan los acuerdos que nunca acontecen.
Hay una impotencia que es propia del humano, otra sea quizás una falta de compromiso con la palabra dada, de conciencia de las propias limitaciones que no se expresan. Es cualquier caso, cuando se padece uno acaba desvencijado.
