Todos, o quizás algunos, nos preguntamos qué habremos dejado en los otros a lo largo de nuestro estar siendo en el mundo. Para muchos, la aspiración de dejar rastro en el mundo, no solo en los otros, es excesivamente pretenciosa. Diríamos que como mucho, la gran mayoría pasamos como micro-vestigios, ya que formamos parte de esa intrahistoria unamuniana que es importante, pero no decisiva. Lo dicho se asemeja a ese ejercicio, que se realiza en entornos diversos, consistente en pensar cuál te gustaría que fuera tu epitafio.
Pensarnos ausentes, como pérdidas de otros, nos impele a hacer un esfuerzo de autorreflexión sobre quiénes hemos sido para los otros, y qué carencias deberíamos intentar menguar.
Aquí hay dos cuestiones que se están dando por supuestas y que creo que vale la pena mencionar. La primera es que ese lazo social -referido como nuestra huella en los otros- parece ser el sentido de nuestra existencia, y esta es una creencia que surge tras años de ponderar qué es lo fundamental para sentirnos más vivos y felices, y qué es accesorio. Fijémonos que esto implica que los otros también dejan rastro en cada uno de nosotros, y conjuntamente, religados, en término zubirianos, nos vamos constituyendo siempre dinámicamente como sujetos, es decir humanos capaces de decidir y actuar con la consciencia de cuál es nuestro margen de libertad y qué nos contamina o condiciona. A la postre, sabemos quiénes somos en un instante, y somos agentes de quiénes seremos en el instante siguiente. La segunda, en íntima relación con la primera, no tenemos en cuenta al otro por principios morales, sino porque es nuestra condición como humanos construirnos unos con los otros. No es una decisión, es la constatación de nuestra realidad. Y esto, obviamente, nos conduce a revisar qué interacciones e interdependencias hemos mantenido con los otros y hasta qué punto hemos contribuido a la explosión de su vida, que es la nuestra.
Bien pues volviendo a la cuestión inicial, y para simplificarlo, cuál nos gustaría que fuese el contenido de nuestro epitafio. Desde “fue uno de los mejores deportistas” hasta “Dio lo que tuvo”, pasando por “Se fue y nadie se percató”. Es evidente que el sentido de estas frases es indicativo de cuál fue el propósito principal de la existencia de cada una de esas personas ficticias que se hallan bajo esos supuestos epitafios. Por eso, este ejercicio simbólico, sobre todo porque lo de los epitafios parece cosa del pasado, nos facilita entender para qué hemos vivido y cómo queremos reorientar nuestra existencia.
Cabe aclarar que, lo que se propone, debe resonar en cada uno como algo interesante y casi necesario, no ningún tipo de normatividad que demarca quién vive profundamente y quién con frugalidad. Algo es significativo si resuena en el interior del sujeto y le resulta estimulante, contribuye a que viva mejor y a que se sienta más dignamente humano. Lo demás, es superfluo para ese sujeto. La diversidad y singularidad requiere que nos zafemos de lo impuesto externamente.
Que os sea fructífero ese epitafio a quienes os parece sugerente pensarlo. Solo aspiro, personalmente, a no ser incinerada bajo la indiferencia ajena.
