En el periplo existencial, nos quedamos descuartizados por la urgencia de saber y el poder demoledor de la ignorancia. Ansiamos alcanzar lo inefable y nuestra impotencia, o su reverso que es la potencia de ignorar, nos desalojan de todo lugar, dejándonos en la cuneta del que ha aspirado a saber, a entender de qué va esto de existir. Este zarpazo a la esperanza, que de inmediato resulta irreversible, puede ser curado y cicatrizado siempre que, cada uno como sujeto, nos rehagamos desde los restos, que son nuestros, para que como base pueda, con los cuidados apropiados, resurgir la vida. Una nutrición escasa pero ajustada a lo que necesitamos para recuperarnos, ya que, tras esa experiencia, propia del ave fénix, resurgir de las cenizas solo tiene sentido para rearmarnos como sujetos que viven, y eso significa como les parece deseable y digno hacerlo.
La demolición constituye el final, o bien el resurgimiento de lo más auténtico. No tiene sentido ninguna opción más.
