Quedarse sin la palabra.

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Quedarse sin la palabra no es algo que suceda en sentido estricto. El humano lo es por el lenguaje, desde el inicio, y por ello nadie se ve privado de la palabra, a no ser que admitamos que un humano puede devenir no-humano, cuestión harta compleja y controvertida.

Asumiendo, pues, que el humano empieza a serlo cuando se ve atravesado por el lenguaje del otro, no podemos admitir sensu stricto que alguien se halle impedido a usar el lenguaje. Sí es cierto que, en sentido metafórico, nos podemos sentir sin palabras. Esto significa que emergen una cantidad de emociones, vivencias de las que no podemos decir nada, y que en cuanto no encuentran la forma de ser dichas, se amalgaman en eso que denominamos experiencia interna, amenazándonos de una implosión catastrófica.

La dificultad de reconocer -algo sentido previamente- o de identificar las emociones y los sentimientos nos relegan a un estado de incapacidad reflexiva. Esto, lo consideramos así, si tenemos en cuenta que esa presión pujante no nos permite mantener la distancia imprescindible con el entorno para repensarlo, e intentar aprehender las ambigüedades, contradicciones y disparidades que nos constriñen continuamente. De tal forma que nos vemos impelidos, inundados y plenamente confundidos por lo que bulle en el espacio interno y el externo.

Sería como constatar que la condición necesaria para observar, analizar y repensar ese movimiento de la realidad exige cierta claridad, capacidad de decir sobre nosotros y en conexión con el entorno o los otros. Querer disociar una de la otra es no haber entendido que somo humanos en inter-relación, inter-dependencia, y es en ese inter donde se juega la mano decisiva para comprender algo de lo humano.

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