Una mujer septuagenaria se me acerca con una medio sonrisa vibrante, muy bien esa camiseta solidaria[1], como su tono de voz mientras palpita las palabras, hay una pobre mujer cada mañana en una esquina y siempre le digo cuánto siento que tengas que estar aquí, qué sociedad más injusta, es terrible, y ya no lagrimea