Relatos vitales y huida del dogmatismo.

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A veces nos empecinamos en que el otro amplie su perspectiva y sea capaz de mirar nuevamente lo que ya ha establecido como conocido. Sin embargo, nadie escucha lo que no puede o no quiere, y esa cruzada que habíamos iniciado está abocada al fracaso. La argumentación recurrente de quien se siente cuestionado consiste en reprocharle al cuestionador la misma rigidez de miras. Así el diálogo es imposible, porque con el tiempo se petrifican las posturas y no hay flexibilidad que valga.

Una opción es buscar un observador externo que pueda analizar en qué sentido uno y otro se atrincheran en posturas inamovibles. No obstante, depende mucho del carácter y de la personalidad de cada individuo la capacidad de reconocer sus debilidades ante el otro, y también reconocer las fortalezas. Estas últimas no presentan problema alguno; el escollo se halla siempre en que alguien sea capaz de identificar, reconocer sus debilidades y querer cambiarlas si no contribuyen al bien propio, o del otro.

Lo cierto es que la posibilidad de flexibilizarse va caducando con la edad. Quien ha sido capaz de hacerlo a lo largo de su vida hasta cierto punto ha tocado su máximo, aunque haya aspectos cuya rigidez perjudican, por edad, ya no es tiempo de cambiarlas. Y la razón es que cada uno construimos un relato vital que da sentido al vivir. No es conveniente deconstruirlo cuando la parte más fructífera de la vida ya ha pasado. Descuartizar a alguien, que equivale a deconstruir su relato no le haría ningún bien porque pondría en entredicho lo que siempre ha creído.

Así, hay individuos que parecen haber nacido para deconstruirse continuamente y la dificultad es llegar a sostener una cierta estabilidad en el relato vital que les permita continuar. Aunque el relato sea que no hay relato único posible, ya que aprenderá desde la fluctuación que la experiencia le lleve a incorporar a ese discurso, que da sentido, un sinsentido continuo.

Si tuviésemos que buscar referentes en la Filosofía, creo que destacaría el coraje y la valentía de Nietzsche. Leyendo sus obras iniciamos un viaje genealógico cultural y personal que nos conducirá al límite, al abismo: ser capaz de reconocer lo que subyace a nuestras creencias, destruye las creencias y nos conduce a enfrentarnos a la vida, oscilando entre masticar el dolor a dentelladas -como dijera el poeta Miguel Hernández- y a afirmarnos en el instante placentero que nos sale al encuentro. Situados en el abismo solo nos resta bailar con él, es decir, amigarnos y aprehender la realidad misma de lo que implica ser humano, aunque necesitemos dejar cierta humanidad atrás para poder sostenernos vivos.

Ya no hay relatos universales. Lo universal se halla en el hecho de ser singulares. La singularidad es lo universal y en consecuencia debe ser labrado y gestado por cada uno desde la transparencia y la mayor clarividencia posible. Para esto hay que reírse hasta del miedo que nos acosa, vencer el miedo no significa no sentirlo, sino ser capaz de sintiéndolo, actuar como si no tuviera ningún poder sobre nosotros, sobre cada uno de nosotros.

«Lo que alguien es comienza a delatarse cuando su talento declina, -cuando deja de mostrar lo que él es capaz de hacer. El talento es también un adorno; y un adorno es también un escondrijo.»

Nietzsche, «Más allá del bien y del mal» aforismo 124, Ediciones Orbis 1983. Trad. Andrés Sánchez Pascual.

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