Aquellos que ya no están dejaron un rastro en nosotros, que como tal no puede ser acogido o rechazado a voluntad. Han hollado, de hecho, su sustancia en nuestros gestos y con ellos rememoramos su ausencia, que se torna presencia acaso dañina o no.
Así, la muerte no finiquita a los individuos tan bruscamente como los despedimos mediante los ritos. Su presencia no cesa mientras haya en el mundo huellas que transitan -como si fueran fantasmas- en el alma de otros individuos que los sienten vivos, ni que sea porque ocupan una parte importante de su contenido mental.
Los epitafios suelen adolecer de un mucho de sinceridad y van sobrados de formalismo social. Sería más digno incinerar y esparcir las cenizas por el mar, que no perpetuarnos en una tumba que quizás diga de nosotros lo que no fuimos, y otros desearon que hubiéramos sido. La discreción de desaparecer convirtiéndonos en cenizas, que a su vez desaparecen, es un acto de humildad.
Cierto es que un día como hoy no tendríamos más tumba donde acudir que a nuestro fuero interno. Pero ¿Hay un lugar más auténtico para re-cordar –traer de nuevo al corazón- a la persona que ya no está entre nosotros? ¿Es necesario publicitar socialmente que acudimos al cementerio? Creo que no. Hay eventos que son íntimos, no sociales. Reventemos en algún momento las imposturas, sino lo hacemos con los muertos ¿cuándo o con quién lo haremos?
