En tiempos remotos, tan lejanos que tal vez no fueron más que ensoñaciones, pareció existir una civilización de Sofos. Esta se singularizaba, respecto de cualquier otra que podamos hallar o imaginar, por el hecho de que cada uno de sus componentes constituía el ideal de un ente incomparable a los humanos –o al menos así se concebían- De apariencia homínida, estaban dotados de brazos –extremidades liberadas- piernas, cara –que no rostro– cuerpo y una diversidad de órganos internos que cumplían con excelencia su función. Pero la idiosincrasia que los particularizaba como una utopía era que su razón y su acción mantenían una simbiosis sin fisura.
La sociedad se organizaba a partir de la libre y racional elección de lo que cada individuo consideraba que debía aportar a la comunidad para sustentar el justo equilibrio. Considerando que todos poseían las mismas habilidades y aptitudes, cualquiera podía desempeñar el cometido elegido, sabiendo que otros asumirían como propios los que, quedando vacantes, fueran imprescindibles cumplir.
Los Sofos eran seres que desconocían el conflicto, los desencuentros, las luchas por el poder; ya que siendo como eran, no cabía la ambición, el ansia de dominio, el egoísmo, …peculiar de otras naturalezas incrustadas de deseos, anhelos y emociones. Confluía el querer con el deber, y las pasiones habían desparecido en esta rama peculiar de homínidos, sin que hayamos detectado las razones.
Su alto desarrollo científico-tecnológico había supuesto la exclusividad de la razón instrumental en las decisiones. Gracias a ella habían conquistado, casi, la tan codiciada inmortalidad que los ubicaba en la era de la post-humanidad. Ya no sentían la angustia de la muerte como una sombra imprevisible, y este sosiego les permitía el análisis calculador y riguroso de todo cuanto afectaba a la estructura social y a los individuos.
Sería absurdo preguntarse por la felicidad de estos seres, ya que, liberados del deseo, su racionalidad estaba orientada al funcionamiento perfecto del orden social. Poseían consciencia de cuál era el motivo de su existir, en cuanto peones de una obra magistral, y no procedía, debido al tipo de evolución, plantearse elucubraciones metafísicas que no se avenían a su condición.
Todo parecía fluir de manera natural e inéditamente constatada en ningún otro tiempo y lugar. La placidez de esa convergencia entre el querer, que sustantivaba el sofo Kant, y el hacer, y por tanto la supremacía del deber como fundamento legitimador, desplegaban un entorno idílico de conexión y convivencia. Paradójicamente parecían haber confluido un universalismo moral con un instrumentalismo racional, lo cual parecería imposible. Pero los Sofos, avezados seres inteligentes, manipularon el concepto de deber kantiano, identificando el deber con el querer, con el único fin de eliminar los sentimientos y emociones de cualquier disquisición. Conquistada esta confusión difundida, la razón se mutó en un estricto cálculo medios-fin.
Este periodo de esplendor se vio alterado por la presencia de un sofo, discípulo de Kant que empezó a ejercer esa autonomía de la voluntad, que su maestro preconizaba, pero en un sentido divergente y contrapuesto, quizás porque entendió a su maestro y, sin embargo, nos distorsionó sus enseñanzas. Hume, el aventajado alumno del mencionado, empezó a organizar una serie de eventos para jóvenes que no parecían ajustarse propiamente al relato dominante de aquella civilización.
Estas jaranas se convocaban en espacios clandestinos para no ser clausuradas. Consistían en un desbordamiento de ese aspecto que, hasta el momento, se había hecho creer que no era propio de la naturaleza de los Sofos: pasiones, placeres, anhelos, diversiones, …todo un despliegue de irracionalidad que invitaba a poner en cuestión los tabús de una civilización aparentemente perfecta.
Hume no pretendía refundar una comunidad basada en el desenfreno propio de los extinguidos humanos, sino replantear la posibilidad de la perfectibilidad. Este desafío surgía de su propia reflexión que, por un desvío o mutación genética probablemente, le había conducido a hipótesis incoherentes con lo que la racionalidad universal kantiana presuponía que debía abocarnos, necesariamente, a todos. A saber, según el contra-discurso humeano, lo querido deriva de la aprobación o desaprobación emocional de las consecuencias que conlleva una acción. Claro que para el irreverente egresado era imprescindible un análisis racional, pero la diferencia residía en lo que debía ser examinado racionalmente. Mientras que para el relator oficial, la razón servía para identificar aquellas normas reguladoras de las acciones, que podríamos querer se convirtieran en un principio universal de acción, es decir, “no hay que mentir”, “no hay que matar”; para su irreverente discípulo lo que hay que dirimir racionalmente, y disponiendo de la mayor información posible del contexto en el que se llevará a cabo la acción, es cómo las consecuencias de esta conllevan un beneficio o un perjuicio para la mayoría. La experiencia, la reiterada contrastación de determinadas acciones generan un gusto o disgusto emocional que nos llevan a rechazar, a veces de forma reactiva, determinadas prácticas, sin necesidad de un cálculo de utilidad exhaustivo en cada ocasión. En síntesis, si para Kant “No hay que mentir” es un principio moral aplicable siempre, en todo lugar y tiempo, para Hume dependería de las circunstancias que enmarcan la acción y, por ende, de las repercusiones que se derivarían: a veces es bueno mentir, otras no. Parecía evidente que los grandes Sofos, habían desplegado una artimaña engañosa de manipulación consistente en imponer el deber universal de actuar bien, en vistas a que ese modo interiorizado de acción beneficiara sus intereses particulares, al difuminar toda diferenciación entre lo que deviene universal, es decir relativo al bien de la sociedad de sofos, con aquello que no es más que un medio al servicio de un fin, que era elevado al deber por antonomasia –nada más repulsivo para el mismísimo Kant, al que utilizaron como teórico legitimador.
Habida cuenta de lo expuesto fructificó un grupúsculo resistente al mandato único kantiano, que aspiraba a reformar determinados aspectos de la vida social. Así surgió lo que se dio en llamar, tendenciosa y equívocamente, la banda del CARPE DIEM. Obviamente, ellos no se identificaban a sí mismos con esa denominación, pero en contra de su voluntad pasaron popularmente a ser conocidos con ese sobrenombre. Su actividad continuó mediante festejos y asambleas en que fijaban sus objetivos y devaneos sobre los límites que debían acordarse o no.
(continuará…)