El silencio plomizo.

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La tonalidad grisácea se expande hoy por doquier. Mires hacia donde mires. No hay fisura por la que vislumbrar una brizna de luz. Parece que algo haya acontecido y esté impregnando el paisaje, los edificios más ennegrecidos, la vegetación caída y desolada.

Hoy no es un buen día. Ni para charlar, ni para intercambiar pareceres con los otros. Percibo como se impone un silencio solemne, que no respetarán los que son compulsivos y padecen exceso de verborrea. Quizás el día de reflexión es hoy, el momento justo para repensar cómo vivimos y cómo desearíamos vivir, y, siendo realistas, hasta qué punto podemos decidir nuestra forma de vida.

Se oye el graznido de las gaviotas, el ladrido de los perros y alguna persiana elevándose para dejar entrar este ambiente triste, cansado y sin demasiada esperanza.

Quizás, solo ocurre que amenaza lluvia, y aunque anhelamos su presencia, no dejan de ser jornadas mustias en las que al cuerpo le cuesta más moverse, iniciarse, ponerse en algún camino -el que sea-. Tiende a quedarse agazapado esperando temeroso a que pase la tormenta y desearía entrar en un sueño del que alguien le despertara cuando vuelva a brillar el sol.

No puede ser un buen día para aquellos que poseen una conciencia crítica y se hallan con resaca de la jornada de ayer. Aunque ya sabemos que todo puede ser mirado desde diferentes prismas, insisto en que la neblina se impone. Solo hay que mirar el cielo para no ver nada con claridad y sentirse abrumado por un decaimiento del que tal vez empecemos a recuperarnos mañana. Hoy no. Solo cabe el silencio, y dejar que la realidad nos interpele, nos zarandee y nos sitúe con claridad en el instante en el que estamos. Ese que se desvanece mientras escribo, y que da paso a otro que parece la reverberación del anterior, porque hoy no hay lugar más que para la repetición del silencio plomizo.

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