Cancelaciones e intolerancias.

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La problemática de lo que hoy denominamos cancelación, nos remite directamente al concepto de tolerancia que, en auge durante la primera década del siglo, ha ido perdiendo presencia e importancia tanto en el ámbito de la filosofía y la cultura como en lo político.

Desde el momento en el que se empezó a tomar conciencia de que los flujos migratorios estaban originando lo que se denominó en aquel momento multiculturalismo, es decir, la convivencia en un mismo espacio político de culturas muy diversas, surgió como un resorte para la convivencia la urgencia de resignificar la tolerancia, como la única actitud que haría posible esta convivencia. Así, se produjo un tránsito desde lo multicultural a lo intercultural, al menos teórico, en el que se apostaba por un modo de integración de reciprocidad, es decir, una influencia entre culturas convivientes, fruto de la cual surgieran nuevas producciones culturales. Claro está que, entre lo construido teóricamente y la práctica o lo que impone la convivencia singular, real, la distancia es a menudo abismal.

Sin entretenerme más en los conflictos que surgen con la multiculturalidad, recupero el concepto de tolerancia en relación con la libertad de pensamiento y expresión que, en nuestras democracias “modélicas” que se intentan exportar o imponer en otros lugares, presenta serias dificultades a la hora de establecer si hay o no límites. Recordemos que me refiero no a la acción, sino al pensar y expresar ideas que pueden no coincidir con los relatos hegemónicos.

Curiosamente, pero no casualmente, cuando los que impedían su libre manifestación de ideas eran los totalitarios de derechas, no había duda sobre lo ilegítimo de la situación.  Sin embargo, para mí lo problemático surge con pavor y preocupación cuando los censores y canceladores son los de izquierda, que en nombre de un progresismo no aceptan el disenso respecto de cuestiones cruciales como son en este momento el sentido de los nacionalismos, las cuestiones de género y LGTBI y seguramente otras que obvio.

Manifestar en público ideas que no se ajusten al patrón de lo políticamente correcto por no adecuarse a lo hegemónico, que es pernicioso porque no respeta la libertad de pensamiento y expresión, conlleva una censura que puede adoptar manifestaciones diversas. En España podemos encontrar ejemplos contrapuestos, curiosamente: el encarcelamiento de raperos como Pablo Hasél por las letras ofensivas de sus canciones y, simultáneamente, la exclusión de facto que se lleva a cabo con quien discrepa sobre las cuestiones de género y LGTBI contempladas en las leyes que el último gobierno ha aprobado.

John Stuart Mill, un utilitarista de finales del S.XIX, sostuvo que solo puede ser limitada la libertad de acción, en cuanto esta tiene repercusiones directas o indirectas sobre el resto de los ciudadanos, mientras que en cuanto a la libertad de pensamiento y expresión nadie está legitimado a poner límites. Este principio, liberal, es utilizado sin pudor por la izquierda cuando los que piensan y se expresan son ellos, mientras que si los que lo hacen son los considerados conservadores, de derechas, el escándalo es supino.

Esta contradicción interna debe ser revisada. O se acepta ese límite de la libertad, venga del ciudadano que venga, o no. Pero si la respuesta es que no, estamos atentando contra los principios democráticos. Tal vez, en nombre de los derechos humanos, que ya sabemos han servido para legitimar invasiones imperialistas criticadas por la propia izquierda, es difícil establecer límites incuestionables a la libertad de pensamiento y expresión.

Aquí reaparece la tolerancia -olvidada ya- pero no como indiferencia. Todo ciudadano está legitimado a argumentar y defender públicamente sus ideas, lo cual lo expone al debate público y a ser evidenciado como inconsistente por la palabra, el diálogo y la contraargumentación, nunca la cancelación, es decir la exclusión y veto de los que no comulgan con lo hegemónico, que viene a menudo impuesto desde el poder.

Si la democracia no puede aceptar esta libertad como un derecho civil básico, de hecho, no es democrática, es decir, flaquea estrepitosamente como un totalitarismo camuflado.

Ayer aparecía en el diario La Vanguardia un artículo que vale la pena tener en consideración y pensar o contraargumentar, como buenos demócratas de izquierdas. Si no es así, ¿qué nos distingue de los censores moralistas de derechas?

https://www.lavanguardia.com/politica/20230724/9129535/que-mujer.html

A riesgo de no haberme expresado bien, o de que se malinterpreten mis palabras, inocente o tendenciosamente, me niego a ser yo misma quien me cancele. Si los que apostamos por la justicia social, la igualdad de oportunidades somos disimulados tiranos que solo admitimos lo que coincide con nuestra manera de entender el mundo, como recordaba ayer un colega de fatigas refiriéndose a las palabras que pronunció Unamuno en la Universidad de Salamanca, «Venceréis, pero no convenceréis». Y como bien sabemos a quién iban dirigidos su dardos, debemos procurar convencer y por ello vencer, no imponer.

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  1. Mi estimada filósofa, siempre terminamos en el viejo dilema de ser tolerante con el intolerante ( por muy progresista que sea). Al menos los fachas nos decían: «Te tolero porque al fin y al cabo te vas a ir al infierno»…ya no hay que opinar pues hay demasiada sensiblidad «políticamente» correcta en el aire…¿ No huele a Torquemada por allí?…..Mi otro Yo que se hace bolas en cuanto a lo «in» y lo «out» en estos días…besos al vacío desde el vacío

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