Se despertaba con los ojos entelados y eso requería restregárselos suavemente hasta que esa capa traslúcida natural se disipaba. La jaqueca era habitual cada mañana, así como una especie de cansancio doloroso que iba cediendo con el tiempo. Nunca era, pues, una manera estimulante de iniciar los días ya que lo que sentía es que le pesaba la vida.
Tomaba un café con leche, cereales y una tostada. El ritmo era lento, justo el que necesitaba para que su cuerpo se recompusiera y se sintiera capaz de afrontar el día. Algunos se le antojaban menos densos que otros, pero siempre había una espesura en el hecho de vivir.
Tras ese lapso pausado, se disponía poco a poco a realizar sus tareas cotidianas e iba notando cómo recuperaba algo de fuerza para empujarse a sí misma. Este malestar cotidiano con el que se iniciaban los días lo había incorporado como parte de su ritual matutino y nada le resultaba extraño.
No obstante, su grado de tolerancia a los imprevistos que la asaltaban era mínimo, por lo que esos tropezones la forzaban a luchar contra sí misma para no regresar al estado inicial de su despertar. Así que la energía necesaria para lidiar con cada jornada era siempre un sobreesfuerzo. ¿Quién no se halla con aconteceres que le exigen virar el rumbo e improvisar? La diferencia entre ella y otros era de desgaste. Estaba ya tremendamente agotada como para hacer sobreesfuerzos cotidianos, que al final del día se manifestaban con decaimiento y desidia. A veces, creía que lo que sentía por la mañana al despertar no era más que el cúmulo de una existencia demasiado exigida, y por eso le parecía que cada día era peor que el anterior.
Fuera como fuese, sabía que tenía un límite, como todos, y que el suyo parecía haberse transformado en una goma elástica que algún día se rompería, y llegaría el final. Ese momento en el que ya no tendría que esforzarse más, en el que estaría o no, sería polvo o despojo, pero habría dejado de sufrir. ¿Quién no anhela en esas condiciones un glamuroso final?
