Tenemos la tendencia a profetizar catástrofes, basándonos en las tragedias del presente y en el curso que éstas parecen mostrar. No nos faltan motivos, porque si la historia nos ha enseñado algo al respecto es cómo la capacidad destructiva del ser humano se va sofisticando y nuestro nivel de autocrítica es cada vez más laxo.
Podría objetarse, a lo dicho, que se está presuponiendo una linealidad del tiempo que no parece operar tal cual más que en ciertas formas de concebirlo. De tal forma que solo el presente, nutrido de lo que permanece latente por haberse convertido en experiencia, es un fenómeno relativamente fiable y, a su vez, difícil de apresar. En este sentido, del futuro no sabemos nada, es un porvenir en blanco que quizás nunca venga.
Entender el transcurrir no como algo lineal sino en espiral, sin sentido ni dirección previas, como circularidad o cualquier otro tipo de dinamismo en el que la materialidad misma de las cosas se va transformando, es tan plausible como la linealidad. Sin embargo, nuestra necesidad de sentido exige que el tiempo como una flecha sosiegue y satisfaga mejor nuestros interrogantes que cualquier otro modo. Ahora bien, eso no tiene nada que ver con el tiempo, si es que hay algo, al margen de nuestra concepción antropológica, que se corresponda con esa realidad que sustantivamos.
El hecho de constatar la corrupción de los entes nos induce inexorablemente al concepto de lo temporal, en el que algo es y deja de ser lo que era, y en ese tránsito deviene algo distinto, en algún sentido. De lo contrario, no podríamos identificar la corrupción de las cosas. La materialidad que observamos y captamos sensorialmente aparece como cambiante, dinámica, fluyendo y ese cambio que se da en la cosa, se produce de un instante a otro, de un lapso a otro, mayor o menor, pero siempre hay un antes y un después. En consecuencia, sea el tiempo lo que sea y si es algo, sí lo es nuclearmente para los humanos ya que desde ese parámetro conseguimos, por el momento, que el mundo nos parezca comprensible.
Otra cuestión diferente es si ese tiempo solo puede ser lineal o puede, y así ha sido, ser concebido como un flujo al que está sometido lo material sin que esté prefijado fin o propósito alguno. La idea ilustrada de progreso se basaba en la concepción lineal del tiempo y, aunque algunos sigan resistiéndose, ese ideal está puesto en entredicho desde hace mucho tiempo. Que avance el tiempo, no implica que hayamos progresado, ni en consecuencia que vivamos mejor que antes. Este antes es ciertamente impreciso e indefinido, sin embargo, es crucial que el referente incluya a toda forma de vida humana, no solo la occidental; Los que ahora evaluamos esto, conocemos indirectamente otros tiempos, y desde esa perspectiva algo desvirtuada debemos valorar qué significa vivir mejor.
Recuperando la idea inicial de las profecías catastrofistas, podríamos cuestionarnos el porqué padecemos ese síndrome apocalíptico -presente en otros momentos- con la intensidad y las razones objetivas que nos inducen a ella. No es demasiado complejo dar con algunas de esas razones: el desarrollo científico-tecnológico cuyos propósitos han generado la desconfianza de casi todos, en el sentido de a qué finalidad responden y si es el interés general o el bien común, o es, como sucede a menudo, el beneficio de una élite enriquecida que trabaja para que todo cambie en favor de sus intereses particulares. prescindiendo sin escrúpulos de las carencias y necesidades de los humanos que habitan el planeta.
Además, si pensamos en la crisis climática y la cantidad de encuentros internacionales que se han realizado en los últimos treinta años, constatamos la imposibilidad de llegar a acuerdos radicales orientados a minimizar el problema, ya que los intereses de cada país -que no necesariamente de sus ciudadanos, sino de sus dirigentes- se superponen a los planetarios. Mientras supuestamente seguimos dialogando, el planeta sigue agonizando, y más que el planeta en sí las posibilidades de vida -tal y como la conocemos o entendemos- en el planeta.
¿Sería posible dar un giro copernicano y proyectar el bienestar o el buen vivir que nos aportará el desarrollo científico-tecnológico y los cambios radicales en la forma de vida? Es posible intentarlo; sin embargo, los costes económicos iniciales nos llevan a temer que los individuos que se nutran de este buen vivir sea una élite minoritaria -que ya se está labrando su futuro- y que el grueso de lo que constituye la mayoría pueda llegar a aumentar, aún más, en condiciones de vida que nadie desearía.
Habría que preguntarse qué casualidad ha generado tantas distopías literarias y cinematográficas durante la segunda mitad del siglo XX y aún de manera más acusada la primera mitad del S.XXI en el que los jóvenes que leen se alimentan de esos malos augurios que resultan de la búsqueda de sociedades ideales. Su lucha ecológica, feminista, contra el patriarcado heterosexual, la discriminación racial, económica, …se ven frustradas en esas sociedades distópicas que ahogan la vida de las personas y acaban convirtiéndose en formas de existencia en la que las emociones, las pasiones y todo lo que no responda a una racionalidad instrumental quedan sesgadas de cuajo.
Antes un presente desolador, y aquí no dedicaré ni un segundo a justificar que el presente es desolador, las generaciones jóvenes muy poco ingenuas respecto a la condición humana están expresando su desesperanza, su preocupación por lo que está o no por venir. Si acontece se les muestra catastrófico, si no acontece es porque la catástrofe se ha realizado.
El filósofo Éric Sadin finaliza su penúltima obra con estas palabras -entre otras-:
“¿No hay otra forma de intentar vivir mejor que inspirarse en modelos replegados sobre su propia constitución? ¿No consideran que este designio carece de espíritu y audacia, de toda esa audacia que sin embargo los caracteriza? ¿Ignoran acaso que querer superar su propia condición con vistas a sustraerse a las propias imperfecciones, encarnizarse, como ciertos héroes antiguos tomados por la desmesura, en igualar a los dioses es ir hacia la pérdida?”[1]
Y esa pérdida, a la que nos remite el fragmento, es la pérdida de lo humano como ser vivo dotado de pasiones e intelecto, que perdió la noción de quién era y cuál era la búsqueda nuclear que debía inspirar su deseo y su afán. Muestra de esa carencia, menoscabo y merma somos hoy quienes somos.
[1] Sadin, E. “La inteligencia artificial o el desafío del siglo. Anatomía de un antihumanismo radical”. Ed. CAJA NEGRA. Buenos Aires. 2020. Pp.318.
