No hay nada más fácil de eludir e ignorar en el presente, nuestro tiempo, que el silencio. El tiempo es, de hecho, como instante fugaz, siempre siendo distinto, un momento que llenamos de ruido. Y ciertamente, cuanto más veloz y mutante sea ese tiempo más nos veremos inclinados por la velocidad del suceder de no poder parar, detenernos y dilucidar de qué queremos llenar nuestro tiempo.
Hay diversos factores que aceleran nuestra existencia; entre ellos podemos mencionar la inmediatez que nos proporcionan las tecnologías de la información -internet, redes, sociales…-, la hiperexigencia de productividad, en términos económico-profesional que se transfiere, como forma eficaz, a nuestra esfera privada, el exceso de oferta de consumo que nos induce a creer que cuanto poseemos caduca rápidamente y que estar al día supone consumir lo último -como supuestamente mejor que lo anterior-. Lo mencionado son trazos gruesos, obviamente, sin embargo, pueden servir de base para pensarnos como seres que se desplazan en una carrera de fondo, a los que les ha dado un dorsal y, habiendo sido identificados, se sienten incapaces de apearse de la maratón y de la vorágine en la que viven.
Así, hay tres conceptos que hemos introducido como relacionados y desde los cuales podemos repensarnos: silencio, ruido, identidad. Para explicitar de manera sencilla su conexión íntima, podríamos decir que en el silencio aflora la identidad que ha quedado empolvada por la velocidad y el ruido. Sostener momentos de silencio en los que nuestra interioridad emerge con sus carencias, sus anhelos, sus miedos nos permite aproximarnos a quiénes somos singularmente, sin la presión ni el disfraz social con el que nos hemos encubierto. Identificar lo que necesitamos y anhelamos es un inicio de acercamiento nuestra identidad propia, no a la impuesta externamente. Y por último, el mecanismo que nos dificulta esta conexión con nosotros mismos es el ruido contaminante.
Tras lo expuesto, cabe matizar que todo es más fructífero con dosis adecuadas. Ni existir en el silencio nos beneficiaría, porque necesitamos de los otros con los que compartimos la existencia, ni siempre es recomendable huir del ruido, ya que como distracción momentánea puede permitir cierto descanso mental. Tampoco sería recomendable hacer de la identidad un ídolo o meta única, porque equivaldría a hundirnos en un narcisismo patológico.
El problema actualmente es que el silencio brilla por su ausencia, el ruido nos ensordece y la identidad viene impuesta desde afuera, o lo que es lo mismo, estamos situados radicalmente en el extremo que nos anula como personas.
En síntesis: El silencio es el balneario sin el cual nos dejamos arrastrar por el escándalo estridente de un zumbido permanente, y sin la capacidad de sostener ámbitos de silencio las posibilidades de autoconocimiento y, por ende, conocimiento del otro, con la perspectiva de convivir respetuosa y solidariamente se evaporan.
Decía Thoreau que “Solo el silencio es digno de ser sentido”. Y, aquí, la traducción que he hecho del catalán es premeditada y con alevosía -faltando quizás al propósito del autor-[1]. Me explico, sentir el silencio es hacer de él experiencia, y eso le da la dignidad de permitirnos crecer. Lo cual no significa, para quien suscribe este post, que sea lo único digno de ser escuchado. Podemos escuchar el silencio para posteriormente sentirlo y transformarlo en experiencia, pero necesitamos escucharnos recíprocamente para humanizarnos los unos a los otros: darnos afecto, complicidad y aquello que solo podemos recibir de otros humanos.
[1] Corbin, Alain. Història del silenci. Del reinaxement als nostres dies. Traducción de Mieria Ibañez Cid. Fragmenta editorial. 2ª edición. Barcelona 2022.

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