La sociedad de la oferta y la demanda.

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En la sociedad de la oferta y la demanda todo es alienable, es decir, intercambiable. Los ciudadanos hemos sido transformados en consumidores-clientes susceptibles de asumir el rol del intercambiador y de lo intercambiable. Esta constatación, que ya está expresada en términos más delimitados por Marx, se ha expandido a todos los ámbitos de lo existente de tal manera que, lo que es alienado no es solo la fuerza de trabajo de x ciudadano, sino todo su ser corporal.

Así, hay demanda de modificar la fisonomía y fisiología del propio cuerpo que es satisfecha medicalizando hasta el extremo cualquier aspecto que el individuo sienta como problemático. Habiendo fusionado el sexo y el género como construcciones culturales, la propia producción científico-cultural actúa como corrector y transformador de lo que el individuo desea. El deseo se ha instituido como la base que condiciona la felicidad y, por ende, todo lo deseado debe ser satisfecho. De esta forma, parece que no hay límite ante la demanda y la correspondiente oferta para satisfacer el deseo. Los cuerpos de transforman, los órganos se comercializan en un mercado negro, que desconocemos si llegará a regularse -todo parece concebible-, los intercambios sexuales pasan a formar parte del mercado, reclamando una regulación de las denominadas trabajadoras y trabajadores sexuales -que de todo hay-, y en definitiva todo parece haberse convertido en un servicio u objeto a consumir.

Enmarcado en esta materialidad corpórea que somos el deseo también apunta a nuestra psique, ansiando zanjar la insatisfacción de nuestra existencia. Aquí, la oferta es amplia: desde las formas más tradicionales como la psiquiatría y la psicología clínica mediante psicoterapias, hasta el coaching, la práctica de mindfulness, importación de estrategias orientales, …

Esta inclusión de los psíquico en lo corpóreo responde a la convicción de que somos cuerpos con aristas diversas que deben ser consideradas. El deseo es en este contexto un impulso, una pulsión corpórea -emociones, pasiones,…- que tiene un objeto, a veces nítido, otras difuso, pero que requiere para ser saciado. Sin embargo, lo que indagamos es si lo humano es básicamente deseo y todo debe ser constituido a partir de esta premisa.

La tradición filosófica dominante entendió que la voluntad, en cuanto facultad de querer o desear, debía estar sometida a la razón para que su objeto fuese la resultante de una reflexión respecto de los objetos que son deseables y los que no. Esta supeditación de la voluntad a la razón tuvo su culminación en Kant desde el momento en el que inclusive establece la diferencia entre querer y desear. El querer auténtico es aquel que conlleva un bien para el individuo y por, ende, lo distingue del deseo que es una pulsión inmediata que quiere ser satisfecha pero que puede ser nociva para el propio sujeto. Un ejemplo simple sería, que puedo desear comer chocolate, pero si mi querer auténtico es adelgazar, no puedo dejarme mover por el deseo porque va en contra de mi voluntad.

Sin embargo, grosso modo, diríamos que a partir de Schopenhauer la voluntad es deseo, la fuerza que mueve al individuo, la pulsión que lo dinamiza y que le lleva a la voluntad de vivir, al deseo de vivir. El término deseo se desprende de la connotación negativa y se sitúa como el motor interno que nos vitaliza, y que en función de si es satisfecho o no, produce placer o dolor. El intelecto -o la razón- nos auxilia en la disquisición fenoménica, lo observable materializado, de las acciones que nos abocan al placer y de la que nos condenan al dolor. Sin poder determinar nuestro deseo, porque es un impulso espontáneo de nuestra condición, Schopenhauer indagará sobre cómo vivir de la mejor manera posible.

Con Nietzsche el deseo o su equivalente que es la voluntad de poder, de autoafirmación y dominio, el deseo no solo es el fundamento de la existencia si no que su reconocimiento y su expansión nos conducen a una vida querida, en sus aspectos dolorosos y en sus aspectos más placenteros. Recordemos que situada la voluntad como deseo de, impulso y pulsión estamos abriendo la caja de pandora y, por ende, dando rienda suelta a toda pasión que puede implicar dolor o placer. Lo importante para Nietzsche es que querer la vida o amarla es asumir todo lo que ella conlleva. De otra forma, lo que procuraríamos es reprimir o negar los aspectos dolorosos y vivir una ficción.

Así pues, retomando el discurso inicial, tras esta breve referencia a la reconsideración del deseo en el humano, como seres corpóreos movido por el deseo nos convertimos en carne de cañón para que el sistema capitalista utilice nuestros deseos como necesidades a cubrir y se instale una alienación de todo lo que hay, incluidos los individuos mismos con sus diversas singularidades.

¿Está la solución en reprimir los deseos y recuperar la racionalidad totalizadora? La respuesta que surge espontánea es que no, porque negar una parte de nuestro ser sería negarnos a nosotros mismos. Lo que quizás deberíamos llevar a cabo una reflexión en profundidad sobre lo que puede ser vendido y comprado, y lo que no. Y ¿en función de qué criterio estableceremos la inalienabilidad de determinados aspectos, que no deben ser usados como objetos? Obviamente, aquí entra la reflexión ética, ya que una cuestión es constatar lo que sucede fruto de lo que hacemos, estamos en un nivel descriptivo, y otra lo que consideramos por el bien común, el de cada uno de los individuos sea cual sea su contexto económico.

Que todos seamos alienables, intercambiables como cuerpos, no implica que debamos serlo, ni que éticamente sea lo deseable. A partir de esta diferenciación entre lo meramente descriptivo y lo prescriptivo es responsabilidad del conjunto de la sociedad y de las comunidades que la componen, aceptar es estatus quo, o por el contrario delimitar que es legítimo y aceptable éticamente y qué no.

Paradójicamente, Kant realiza una formulación de lo que se denomina el imperativo categórico -aquel principio por el que debemos regirnos para actuar moralmente- en unos términos que podrían ser válidos para lo que estamos dirimiendo en este artículo:

«Pues bien, ahora se desprende que, en el orden de los fines, el hombre (y con él todo ente racional) es fin en sí, es decir, jamás puede ser usado por nadie (ni siquiera por Dios) como medio sin ser al mismo tiempo fin, y, por consiguiente, que la humanidad en nuestra persona debe ser sagrada para nosotros mismos».[1]

Fijémonos en que, como asevera Kant, si tomamos al humano como un fin en sí mismo estamos reconociendo su dignidad, y en consecuencia alienarlo como cosa a intercambiar por otra sería vulnerar su carácter sagrado en cuanto no solo el individuo sino la humanidad debe ser solo fin, nunca medio para un fin ulterior. En términos no kantianos, pero ilustrativos para lo que pretendemos establecer, lo humano es un fin último, nunca un fin intermedio que permitiría su cosificación o utilización.


[1] https://filco.es/imperativo-categorico-moral-kant/

Doy una referencia extraída de un artículo de la revista filosófica Filosofía&Co por su carácter divulgativo.

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