Humanizados o, mejor, extinguidos.

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Cada uno de nosotros somos una construcción cultural a partir de una especificidad biológica que no podemos ni ignorar, ni desatender. Seres cuya corporalidad no incluye tan solo lo que biológicamente entenderíamos por cuerpo, sino esa inextricable construcción en la que, por ser cultural, es social y, por ende, los otros están en nosotros y viceversa.

Así, la cualidad más valiosa y simultáneamente la más arriesgada es nuestra plasticidad dinámica, en cuanto nunca somos definitivamente seres acabados sino siempre entes sometidos a un dinamismo del que podemos participar activamente o padecer pasivamente.

Esta flexibilidad es la que nos permite a los humanos ejercer eso que denominamos libertad y que puede procesualmente ir modificándonos en el sentido que deseemos. Obviamente, siempre bajo las determinaciones de nuestra corporalidad -acudiendo a un ejemplo sencillo, no vamos a volar porque deseemos hacerlo porque no está contenido en nuestro potencial biológico-. Precisamente, aquello que vamos reconstruyendo o reinventando de nosotros mismos tiene valor porque parte de la asunción y del realismo de cómo somos, y nos permite otear la diversidad de posibilidades de ser que se nos abren. Además, se circunscribe a aquello que depende de nuestra libertad de desear, de hacer, y de ir transformando nuestra idiosincrasia.

Si este potencial que tenemos los humanos lo pusiéramos al servicio de lo colectivo, de lo comunitario, de la especie y del planeta, probablemente no seríamos el agente depredador y devastador de todo cuanto no somos nosotros mismos en el que nos hemos convertido. Tal vez, nuestra presencia emitiría una luz de esperanza para todos los seres del planeta, y en especial para muchos humanos. Esos que son aniquilados, expoliados y cosificados por los individuos de su propia especie.

Por el contrario, seamos o no conscientes de nuestra transformación continua, cualquier posible novedad que podemos utilizar en un sentido beneficioso para el conjunto de humanos, acabamos orientándolo a la obtención del provecho particular de esos poderes -unos institucionalizados y otros de facto- que establecen las directrices por las que se debe andar.

Así nos va. Guerras a lo largo del planeta que cada vez se enquistan más y que, al menos en justicia, pueden llegar a afectar negativamente a los que las acaban decidiendo. Los humanos de a pie, siempre son las víctimas: o bien porque se los convierte en asesinos sin escrúpulos o bien porque son destripados sin pudor alguno. A éstas, hay que añadir un innumerable abuso y maltrato de unos pocos sobre los muchos sin poder, que me resulta imposible enumerar, pero que todos conocemos.

Somos la especie más cruel, porque poseyendo conciencia moral cometemos las barbaridades aludidas y, además, nuestro cinismo nos permite vivir como si nada estuviese aconteciendo. Sirvan estas letras para esos niños víctimas de las guerras de los adultos que los han dejado solos, sin familias, a la intemperie, hambrientos y colapsados psíquicamente por ser incapaces de entender un mundo, que los que creemos entenderlo o ser capaces de explicarlo, lo hacemos,  es porque estamos rematadamente locos.

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