En el trayecto final.

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Desde el momento en el que, conscientemente, nos aproximamos al final, ineludible condición que caracteriza lo humano, de la existencia nuestra situación en el mundo cambia -fieles a ese vaivén vital que nos ha ido transformando-. Y es que, aunque desconozcamos el instante en el que ese acontecer tendrá lugar, recorrer el trayecto final de nuestra finitud es la forma en la que cada uno muestra cómo ha vivido y qué prioriza cuando el tiempo apremia. Sentimos la responsabilidad de hacernos justicia a nosotros mismos y esperamos que se nos haga justicia, en el sentido siguiente: hemos vivido humanamente, siendo pasión, emoción y razón, aunque estas no siempre hayan estado conectadas o acompasadas; y nuestro vivir puede haber interiorizado a los otros como fundamentales o haberlos reducido a instrumentos para el propio beneficio. Así, a pesar de los errores y de las malas praxis que mayoritariamente se han producido sin voluntad, sobre todo conforme íbamos creciendo y decidiendo, tal vez hayamos puesto nuestro goce al servicio ajeno, o en él hayamos encontrado -a veces exageradamente- nuestra satisfacción. De aquí que la justicia que anhelamos consista en el reconocimiento del bien que hemos aportado a los otros y del mal, pero -y esto es fundamental- dirimiendo la intención con la que hemos decidido y actuado. Ese actuar es el que debe resplandecer como huellas de nuestra presencia, cuando ésta se nuble.

Me parece una obviedad que, esa reflexión sobre nuestra manera de vivir sea realizada principalmente por nosotros, y que en consecuencia muramos como hemos vivido. Supongo que solo así se alcanza la paz en el curso final. La esperanza de que nuestro rastro sea valorado sin hipocresías y con realismo es una dádiva que dejará huella, o tal vez una flecha envenenada que hará justicia si es la percepción que los otros han tenido de nosotros, o lo que creen haber recibido.

Sea como fuere, aprender a morir, con lo que ya nos costó aprender a vivir, es el reto que ahora se nos presenta a algunos. Creo, sin embargo, que aquellos que aprendieron a vivir tendrán pocas dificultades para asumir sin tragedias el propio final, ya que vivir bien implica haber interiorizado la propia finitud como la condición que da cierto sentido a la existencia.  Sin la culminación ¿no se perdería el sentido de cómo hemos vivido?

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