Lo recurrente en la existencia no es lo que reaparece cansinamente, sino lo que siempre yace en ella porque es inherente a su condición. Así, la finitud por ser entes corpóreos no es una obsesión de los que no la asumen como propia; por el contrario, cuando se convierte en objeto obsesivo es, precisamente, cuando
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Sabemos, algo es algo, que no hay certezas, porque si así fuese lo probable se habría esfumado de nuestro lenguaje hace tiempo, y, por el contrario, deambulamos entre enunciados proferidos por probabilidad. Y esto último si nos referimos a la ciencia. Desde Hume a Popper, basándose en argumentaciones divergentes, pero no excluyentes, se constató que
Se desliza por el interior un escalofrío serpenteante, que desemboca como un aguijón en la médula de la mente precipitándose en la palabra muerte. Mas, no es un simple significante sino el contenido de una realidad temprana o tardía que acontecerá, disolviendo en polvo eso que hemos sido y forjando la sombra de lo que
Me deslizo por esa hipotética línea del tiempo como si fuese una pendiente, cuyo incierto final anticipas a través de los otros. Unos por la arbitrariedad caprichosa del azar que juguetea con los cuerpos, sin considerar quién es ese ser corporizado. Otros, porque culminan la caída. Y los que seguimos transitando la incertidumbre de la
La oscuridad no cede aún el paso al alba, resistiéndose con una tenacidad abrumadora nos mantiene en el umbral de la incertidumbre con una nimia esperanza. La costumbre nos induce a creer que saldrá el sol, porque hasta ahora siempre ha sido así, decía el escocés Hume; no, sin el asombro de todos los que
No hay infinitos que, por con siguiente, nos sofoquen, ni asimismo que se extiendan hacia confines imaginarios. Aquello relativo a la vida es, como ella, finitud; para el bien que nos libera de lo opresivo y para el mal que cercena perspectivas halagadoras. No poseer la eternidad es la certeza de que nada reincide indefinidamente,
Desde el momento, en que cegados, no percibimos la barrera de nuestra finitud, nos concebimos siempre con el abanico de la posibilidad desplegado. Solo cuando se imponen como una losa los límites de nuestra existencia, sabemos lo que significa vagar en busca del tiempo perdido.
Quien no posee el transcurso del tiempo incrustado en cada fibra de su ser, perdió conciencia de su ineludible finitud.
Desgastada la vida ¿para qué enzarzarnos contra la natural decadencia de lo que ya no puede subsistir? La mente se extravía por los recodos complejos del tiempo. El cuerpo reclama su derecho a decrecer. Somos necios hasta para aceptar la evidencia de nuestra naturaleza finita.