Aquellos que creen haber visto lo que nadie más ha podido ni siquiera imaginar se muestran con un halo profético espiritual que tan solo debe interesar a los que viven como él: con la garantía de no padecer ni caer en la precariedad económica y poderse dedicar a las cosas del espíritu. Sin embargo, ¿cuántos individuos viven hoy en esas condiciones? Es decir, en aquellas que como muchos filósofos han dicho tienen garantizados los bienes materiales y pueden preocuparse por la búsqueda de la felicidad -esa quimera en la que necesitamos creer para sustituir la muerte de dios de la que hablara Nietzsche.
Quien padece cotidianamente la angustia por llegar a final de mes, o sabe que no llegará y debe apañárselas para cubrir las necesidades más básicas de ese tramo de tiempo reincidente y machaconamente reiterativo, no puede ocuparse más que de la inmediatez que se le impone con urgencia para que dé una respuesta eficaz. Hay quienes no se preocupan por la felicidad porque antes les azuza la supervivencia, y me temo que son demasiados, también en Occidente, y no podemos ignorarlos.
Lo cual no significa que si esa lucha por sobrevivir se alarga en el tiempo y cohabita un espacio en el que otros no se ven sometidos a esa urgencia, no se acabe cuestionando ¿para qué seguir viviendo? Y sienta que lo suyo no es vida, y no es que le altere no ser feliz, sino que le destroza no ser digno.
Los medios de comunicación, las redes sociales y todo dispositivo destinado cotidianamente a que gestemos una idea de en qué realidad vivimos, nos engañan premeditadamente para que demos importancia al consumo de esas estrategias mágicas que nos van a llevar por el camino de la felicidad. Nos presentan a los excluidos como una minoría desgraciada, cuando esa situación no es el mal de unos pocos, sino de muchos más de los que imaginamos. Así lo entendió Schopenhauer, los que pueden ocuparse de cómo metabolizar los dolores del mundo son unos pocos aventajados -diría yo económicamente-, y no todos son capaces de hacerlo; antes bien, se quedan deambulando en el laberinto de los bienes materiales de los que nunca se hastían.
Esta brecha entre los que se ocupan del sentido y los que no tienen más que la opción por sobrevivir es cada vez más profunda y los que están a un lado y a otro constituyen una balanza desequilibrada: los que se preocupan forman el grupo más cuantioso, los que se ocupan son cada vez más minoritarios.
Esto es así a nivel mundial, y también en Occidente. La cuestión es pues, ¿por qué no nos ocupamos todos por intentar que los casi excluidos sean los menos, y los que tengan garantizados los bienes materiales los más? Seguramente, porque los que tenemos voz pertenecemos a los ocupados y nos sentimos impotentes ante una estructura económica política en la que es difícil identificar a quién dirigirse, a quién reclamar para que ese clamor tenga repercusiones fácticas. Por otro lado, cuanto más nos ocupen las tareas existenciales, menos nos dedicaremos a apoyar cambios orientados a la supervivencia de lo más.
Estamos, para mas inri, asistiendo a dos conflictos bélicos que supondrán un punto de inflexión en la geopolítica: el que se libra en Ucrania y en Gaza y Cisjordania. Algunos auguran que estos acabará en la III guerra mundial, personalmente creo que pisotearemos cualquier principio ético antes de entra en un conflicto de ese calado, pero sí está claro que la pasividad de Occidente ante el belicismo inhumano de Israel tendrá consecuencias, y que en le territorio ucraniano se está librando la batalla de “quien la tiene más larga”, y cuando lo que orienta es el tamaño, a los hombres, que son en gran mayoría los que deciden, se les anula el funcionamiento neuronal.
Es cierto que todos estos hechos contribuyen a generar la percepción de que lo absurdo está llegando a cotas altas, y que un mundo así no es habitable, ni tan siquiera para los que honestamente se ocupan del sentido. Por ello, intuyo que los cauces de autoayuda y desarrollo personal, o la “Escuela del Alma” de Esquirol, tiene cada vez menos adeptos, porque de no puedo salvarme yo si perecen todos los que me hacen la vida más llevadera. Así, unos mueran de hambruna, otros de no soportar hundirse en la nada.
