Llovía con intensidad y rabia, aunque lo que se precipitaba desde el cielo más que agua parecían agujas finas y punzantes que los transeúntes esquivaban, o en su caso gritaban a causa del aguijonazo. Era como si se hubiese desatado la ira de dios, esa de la que tanto habla la biblia. La gente asustada se acabó convirtiendo en una multitud que buscaba refugio de ese fenómeno doloroso e inédito.
Nil, guarecido entre las paredes de piedra de una casa antigua, imaginaba que alguien había dicho: ¡Basta! No atinaba a identificar si era la naturaleza o ese dios en el que se suponía que creía. Se pasó horas refugiado ante la intermitencia de la descarga celestial. Solo cuando creyó que ese aluvión de agujas había tocado a su fin, salió de su guarida y se tropezó, literalmente, con personas heridas sangrando, algunos inconscientes o muertos, no sabía, aunque sí le aterrorizó ese panorama dantesco que sus ojos veían y al unísono se negaban a mirar. El miedo empezó a convertirse en pavor, sentía dificultades para controlarse e intentar pensar con claridad, para, sin entender nada, tomar la decisión más conveniente. Se arrambló a las paredes de las casas que le salían al paso para lograr alcanzar la suya y ver qué había sido de sus padres y hermanos. Cuando se halló frente al portalón de su casa, entreabierto, lo empujó con precaución y no oyendo nada, se dispuso a adentrase en el interior de esa edificación, que ahora era un misterio extraño para él. Al poner un pie en el interior, sintió que un coro de voces pronunciaba su nombre, con suavidad, temblorosos, y fue progresivamente volviendo del estado de coma. Nunca volvió a ser el mismo y, aunque nadie dio importancia a sus visiones, él estaba convencido de que lo que vivió fue una premonición.
