La realidad avanza por necesidad inmanente desde
la materia hasta la conciencia humana total, eso es, social.
Hegel. La fenomenología del espíritu, por Ramon Valls.
La vida en sociedad hace de lo político y lo ético los problemas más acuciantes con los que nos enredamos los humanos de forma inmediata. Desde el momento en el que un individuo interactúa con otro, y así sucesivamente nos adentramos de pleno en lo público, el espacio compartido. Esas supuestas relaciones atómicas van generando grupos a partir de sus necesidades, sus intereses. Estos, a su vez, van apercibiéndose de la presencia de otros grupos, y esa red que configura lo público es lo político. Desde esa singularidad real que es cada individuo y cada agrupación de ellos, nos vemos urgidos a convivir y a regular las interacciones para que el espació público sea realmente compartido. Cada individuo y grupo debe hallar su lugar. Aunque, propiamente, no nos referimos a espacio físico alguno y, en consecuencia, el flujo de interacciones y cooperaciones es siempre dinámico, aquello que nunca debe suceder es que halla quienes no tengan lugar. Así, diríamos de manera muy sencilla, que lo político se ocupa de velar por que el espacio público sea realmente compartido. No debería haber excluidos, ni individuos o grupos al margen de una red que se entreteje, se gesta a partir de la interacción de unos con los otros.
Lo dicho es una concepción básica a partir de la cual es crucial asumir que lo público es político y, por lo tanto, es el espacio de todos, sea cual sea nuestra condición singular o grupal. Ahora bien, la regulación política tiene como prioridad la inclusión justa, igualitaria y en libertad de todo aquel que forma parte de un determinado espacio público -que deben ser todos los que allí interactúan con los otros-. Si la prioridad son la justicia, la igualdad y la libertad no podemos abstenernos de lo ético, en cuanto reflexiona sobre en qué consiste en cada espacio concreto la materialización de estos principios.
Estamos adentrándonos en cómo lo político y lo ético no pueden disociarse a la hora de regular una comunidad política. Si se produjera esa dislocación, perderíamos la claridad sobre lo que debemos garantizar a cada individuo y a cada grupo de la sociedad.
Efectivamente, estamos partiendo de una simplificación explicativa que se halla intrínsecamente palpitando en el seno de toda comunidad política. Lo real se muestra con mayor complejidad, sin duda. Sin embargo, si tuviésemos como irrenunciables estos principios básicos y la necesidad de explicitar la interdependencia de unos con los otros, el deseo de cualquiera sería velar por la vida digna de cada uno, ya que así estoy velando por la dignidad propia.
Como aprecia J. Butler:
“Significativamente y tal vez de modo paradójico, el deseo de entregarse al otro, de hacer sacrificios por él, surge de esta aceptación de que si uno lo destruye, entonces pone en peligro la propia vida.”[1]
Es decir, sea cual sea el motivo que nos lleva a cuidarnos unos a los otros, lo que subyace es la conciencia de que la destrucción del otro acaba provocando la propia. No son tan relevante aquí las razones éticas que nos impulsan, sino el hecho de que lo hagan hacia la cooperación de lo común, que es lo propio.
Como mencionábamos la complejidad de las sociedades actuales y el imperativo neocapitalista han ido forjando subjetividades, individuos centrados en el “yo” que creen elevarse sin necesitar de los otros, y, sin embargo -prosigue Butler-:
“(…) es aquí donde surge la ética, pues estoy obligado a preservar esos vínculos conflictivos sin los cuales yo mismo no existiría ni sería completamente pensable. Así, la cuestión de trabajar el conflicto y de negociar la ambivalencia se vuelve primordial para evitar que la ira adquiera formas violentas”[2]
Ya que la ira que brota de las confrontaciones y conflictos no puede ser obviada, y mucho menos la conciencia de esas desavenencias conflictivas. Por ello, la necesidad de la ética se hace valer para que los desencuentros no se manifiesten como violencias desnortadas, sino que podamos pensar sobre ellos y buscar las condiciones en las que toda existencia sea una vida digna. Siempre, eso sí, habrá conflicto ya que cada individuo se reconoce a sí mismo mediante los otros porque ha sido configurado también por esta interacción, de la cual no emerge una homogeneidad pacífica, sino el reconocimiento de cada singularidad cuya vida puede sentirse parcialmente amenazada por otras. Por ello, la ética se funde en lo político, para que la construcción de comunidades no sea tiránica, ni en su seno ni unas contra otras, sino que refluyan en esa búsqueda de lugares que, siendo comunes, son simultáneamente propios.
Y esta es la mejor baza con la que cuentan las democracias que pretenden yacer arraigadas a lo material mismo, lo real, ya que:
“(…) desde ahí nadie afectado directamente por las políticas concretas debería estar de facto excluido en esa deliberación en tanto que sería en función de esos efectos como podrían reconducirse. (…)”[3]
O sea, la participación en la deliberación y las decisiones de los individuos a lo que nos hemos referido, es irrenunciable, si pretendemos regularnos socialmente como democracias, que tengan en cuenta ciertos principios éticos, y que además analicen las prácticas efectuadas desde la posición de quien las ha padecido.
Sintetizando, diríamos que hallar formas democráticas reales exige ahondar en los motivos que subyacen en el dinamismo de estas, a fin de siendo certeros en el análisis podamos reformular de manera participativa esa praxis que, a su vez debe ser cambiante.
Para los más interesados:
[1] J. Butler “La fuerza de la no violencia. Lo ético en lo político. Paidós. PP. 97
[2] Ibid, pg. 103
[3] Ricardo Espinoza, Jordi Riba (coord..) “Aporías de la democracia” cap. La democracia expandida. Ester Jordana. Pp. 164. Terra Ignota Ediciones. Barcelona 2018
