Retorno, siempre retorno.

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Entre montañas de un verdor estremecedor, me descubro sin posibilidad de ver el horizonte, que solo se atisba nítidamente desde el mar. Me hallo encapsulada, en un espacio que solo te eleva a un cielo intensamente azul, tan azulón como falaz. Elevar la mirada para no ver la tierra en la que se hunde nuestros pies, y creer por unos días que el ascenso es real.

He habitado un oasis en el que campan vacas, ardillas, pájaros, cisnes por los ríos, las praderas y los lagos, y en el que pocos pueden estar. El retorno a la humedad, el bochorno y la masificación del cemento me declina el ánimo. Es, al fin y al cabo, como despertar de un sueño y reconocer lo real como esa materialidad socavada continuamente por sucesos dañinos, la que la inmensa mayoría conoce.

Tras estos días, los lujos son disrupciones engañosas que podemos conservar como tesoros, o, bien que resten aguijoneados en nuestro interior como la llama que nos recuerda lo que no es, aunque pueda parecernos que sí. No es ese reducto de grandes elevaciones celestiales que nos inducen a creer en la posibilidad de escapar de una realidad que nos pesa cada vez más.  

Siempre deambulamos, y cuando descubrimos un lugar en el que lo que se asemeja a la vida, no es más que un sueño breve, nos duele hasta el tuétano de los huesos. Sobre cómo subsistir, a pesar de todo, he escrito, lo he experimentado; sin embargo mi memoria no ha retenido nada, o así me siento, como neófita vital que se ve obligada a empezar de nuevo, pero no desde cero sino desde la acritud, la desesperanza y el dolor de reconocer de qué va esto de existir.

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