La soledad como hueco abisal.

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Esa soledad añeja que le había asolado de niño, esa en la que borboteaban lágrimas de desamparo y abandono, parecía retornar ahora, que el tiempo ya es más escaso. Por aquel entonces, creyó haber aprendido que no podía confiar en nadie, que debía protegerse él mismo, y que era fundamental que lo hiciera. Sin embargo, cuando creció acudieron a su interior personas que lo sacaron del asilamiento y creyó que la clave no era estar solo, sino elegir bien con quién estaba. Así vivió, en ocasiones bien, en otras masticó la desesperanza y el vacío nuclear -ese hueco en el que se hunde la nada de afectos-, hasta que la podredumbre que amontonaba le llevó a lugares inhabitables.

Él era soledad y absurdo desplazándose casi sin hálito. Cuando todo parecía perdido, el ciclo se repitió: halló alguien que fue llenando ese hueco inhóspito, que procuró ayudarle a reparar y sanar su herida. Y, aparentemente, lo logró. Sin embargo, volvía a ser algo ficticio y vano. El tiempo imponía una ruptura que oscilaba entre lo natural y lo artificial, y quiso cargar con su existencia, porque era -ciertamente- suya, volviendo a reencontrase con esa soledad primaria que ya no le provocaba tanto vértigo.

Sentía un gusto agrio, la vida era árida, espesa y ácida, cosa que pareció ocultarse durante muchos años. La soledad volvió para recordarle quién era, cuáles eran sus carencias y qué no debía repetir. Esa soledad que solo disfruta quien posee la consistencia de los vínculos básicos, y que él debía sostener o decidir librarse definitivamente de ella, sabiendo que esa soledad era él mismo.

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