Su cabeza estaba henchida de algoritmos perturbadores. Llevaba horas incontables sentado frente a esa pantalla, que empezaba a espejearle. Los pseudocódigos iban paulatinamente perdiendo su significado estricto y se metamorfoseaban en reflejos y sombras huidizas que nada parecían indicarle sobre el lenguaje de programación. Los diagramas de flujo eran, ahora, planos de un gran edificio que desconocía, pero que despertaban su curiosidad, teniendo en cuenta ese estado mental en el que se hallaba. Así que, empezó a visualizar siluetas caminando sigilosamente por los entresijos del susodicho edificio. Las figuras le parecían ajenas, distantes, como si él fuese un espectador contemplando, ahora, una serie de secuencias con las que, tal vez, la fortuna había decidido compensarle, a fin de propiciar su descanso. Convencido de que el lapsus era real, sucumbió sin ninguna resistencia a la fuerza de su seducción. Se sentía bien. Era como flotar por un paraje desconocido y mágico; las sombras sinuosas descubrían -o tal vez inventaban- estancias de colores con aromas afrodisiacos, y resueltas se contorneaban redibujando el trazo de cada dependencia, como si ese hilo de gestos reafirmase la consistencia y la veracidad del edificio -que antes era un diagrama de flujos-. Permaneció allí, sin amago de huir. Tan fusionado se hallaba con esa realidad re-virtual que, de repente, sintió el impulso de aproximarse a las siluetas y, sin asomo de pudor alguno, una de ellas posó la mano sobre la suya y lo envolvió en una danza dionisiaca, acompasando los brincos hacia adelante y con saltatrás, clamores agudos combinados con vibraciones paulatinamente graves, y viceversa. Lo que estaba experimentando parecían las Oscoforias, él era un efebo entre otros y gozaba con gran jolgorio y alegría.
Súbitamente, le pareció que era expulsado de ese paraje, sus emociones se colapsaron y casi ni respiraba. Ante sus ojos observó una majestuosa bata de una blancura cegadora. Todo alrededor era blanco; era como si se hubiese trasladado de esas sombras a la luz en un instante, sin poseer consciencia alguna de cómo había sucedido ese tránsito. El resplandor, casi como en la magistral película de Stanley Kubrick, constituía la materialidad de su colapso mental causado por esa exposición continua a los algoritmos, los diagramas y las pantallas. Era todo confusión, y ante la angustia que se apoderó de él emitió unos vocablos esperando alguna voz que lo auxiliara: “¿Qué pasa? ¿Qué es esto?”. Inmediatamente recibió respuesta: “Tranquilo, se ha desconectado un electrodo”. Su existencia volvió a ese paraíso de sensaciones placenteras, danzas, gritos de jolgorio y algarabía. Recuperó esa re-virtualidad que lo vivificaba y le impulsaba a querer la vida. Permaneció, o eso creyó, tiempo incontable de fiesta en fiesta, ambientadas como los rituales griegos más dionisiacos. Por primera vez, deseó vivir y vivir, y prescindir de la finitud que nos golpea. Fue el mejor período que nunca recordaría.
Un día, uno cualquiera, volvió a percibir esa deslumbrante blancura y sintió pavor. El lapso que permaneció haciéndose consciente de ese nuevo tránsito, experimentó cómo lo blanco se tornaba mate, perdía luminosidad y la extrañeza se apoderaba de él. Una voz, que creía reconocer, se dirigió a él y le dijo: “Vamos a desconectar todos los electrodos y volverá la realidad”. El brillo se volvió ausente y fue recuperando un estado que no le era ajeno, aunque no despertaba en él emociones gratas. Le pidieron que se incorporara y se sentara en la camilla; una vez hecho, observó a su alrededor con avidez, necesitaba entender qué pasaba y dónde estaba. Así que, inquisitivamente y alzando la voz exigió explicaciones inmediatas. Los médicos, en concreto el doctor Descartes, intentó calmarlo dándole a entender que había sufrido una grave crisis psicótica y que se habían visto obligados a someterle a un tratamiento. – “Una ¿qué? ¿Yo? – espetó sin ambages el sujeto. El doctor prosiguió: – “Su intensa y prolongada exposición a la virtualidad de la pantalla, le provocó una confusión entre usted y el contenido algorítmico. Decía frases incoherentes y había perdido el contacto con la realidad”. Se arrebujó con la sábana que cogió de un tirón de la camilla y bajando la vista se quedó ensimismado. Aterrorizado le vino a la mente el experimento hipotético del cerebro en una cubeta y temblando, pero sin decir palabra, volvió a observar con desconfianza y miedo a cuantos le rodeaban. ¿Y si es ahora cuando su cerebro está conectado a la cubeta y lo que le aseguran que es real, no lo es en absoluto, sino impulsos electromagnéticos de esos electrodos que ve? ¿Cómo podía tener certeza de cuál era la realidad y qué algo virtual y ficticio? Solo recordaba su paso por las fiestas griegas y, sin lugar a duda, esa era la realidad que quería. No poseía ningún recuerdo de estar expuesto durante a horas, días, semanas y años a ninguna pantalla; de hecho, le parecía que acababa de adquirir el concepto de pantalla, mediante las explicaciones que le habían proporcionado. Aún estremecido, rogó que dejaran de jugar con él como si fuese un conejillo de indias, y que le devolvieran a la auténtica realidad. Los médicos se miraron entre sí, parecían preocupados. Intervino el doctor Jonathan Dancy que con delicadeza y cautela añadió: – “Intuyo su preocupación. Cómo sabe que es esta la realidad y no lo que acaba de experimentar a causa de los electrodos. No es al primero que le sucede. El tratamiento tiene sus riesgos, pero lo importante es que ahora intente recordar qué pasó antes de esa agradable experiencia que parece guardar en su mente”- El sujeto fingió relajarse, dispuesto incluso a salir corriendo, se incorporó deshaciéndose de su ropaje blanquecino y cuestionó: – ¿Y cómo supone, usted, que voy a recodar eso que había con anterioridad? – El Dr. Dancy, sorprendido por ese amago de colaboración, le contestó: – “Con tiempo y paciencia, a través de la hipnosis”- Su desesperación llegó al límite, o eso creía, así que simulando acatar con agrado la respuesta, se interesó por conocer cómo funcionaba esa máquina de electrodos que provocaba esa sensación falaz -llegó a formular- de estar viviendo lo real. Escuchaba atento toda clase de explicaciones, percibiendo la satisfacción de los médicos, e inclusive deteniéndose en algún aspecto que parecía no haber comprendido. Hasta que, de golpe y sin que ninguno de los doctores sospechara, se abasteció con una barra de hierro de la camilla y les golpeó hasta dejarlos inconscientes. Saltó, cogió los electrodos, los puso tal y como le acababan de explicar en la cabeza de los doctores, otros que halló en la sala se los puso a sí mismo conectándolos a la máquina, y le dio al botón que los trasladaría a todos al paraíso perdido, en el que los tres eran efebos danzarines, que estrecharon sus vínculos y pasaron a la eternidad. ¿Y cómo puedo yo relatar esto? Porque yo sí que habito la auténtica realidad. Vaya eso creo ¿no?
