RELATO: Esperpento. 2024.

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IMAGEN: L’emperatriu Eugència. Al Princesa Sofia. Exposició sobre el ESperpento.

Notaba una masa, intuía que amorfa, que deambulaba por su cerebro y que impedía las conexiones neuronales necesarias. A parte del peso esta intrusa, al interceptar las sinapsis, le provocaba una sintomatología desagradable: veía por la nariz, lo cual resultaba muy poco eficaz y le obligaba a adoptar poses inimaginables; oía por la boca y se pasaba el tiempo con la boca abierta captando cualquier estímulo auditivo, mientras, simultáneamente, colocaba las fosas nasales en un ángulo que le permitiera captar los estímulos visuales; y, como era de esperar, hablaba por las orejas con la dificultad de que las dos proferían fonemas hilados al unísono, pero no estrictamente los mismos. La resultante: parecía una persona con una discapacidad inédita y sus desplazamientos sumados a sus posturas, para optimizar la captación de estímulos, resultaban esperpénticas. Se sentía eso, un esperpento.

Lo que no esperaba es que nadie se aproximara a ella, ya que sus raros movimientos parecían amenazar a cuantos circulaban próximos. Sin embargo, un día -esos que difícilmente suceden- un niño se acercó y le preguntó, con una expresión de perplejidad en su rostro, qué le pasaba. La pregunta le enterneció, ya que era la primera vez que alguien le preguntaba, al margen de observarle de reojo y alejarse. Él intentando maniobrar lo menos posible para no asustar al pequeño le dijo: “No soy como todos, mis ojos son mi piel, mis oídos mi boca, mi boca mis oídos y mis oídos mi vista”. El niño sacudió la cabeza expresando su desconcierto al no haber entendido absolutamente nada. El interrogado se apercibió de que debía explicárselo que una manera distinta. “Mira -le dijo- imagina por un momento que solo puedes ver por la nariz, que hablas por los oídos y que oyes por la boca. Concéntrate e intenta actuar como si te ocurriera eso”. El niño curioso e interesado por entender a su interlocutor, cerró los ojos, puso todo su esfuerzo en teatralizar lo que le había indiciado ese hombre tan raro, y con toda su pasión y sus ganas empezó a moverse como si fuese el esperpento años atrás. Las lágrimas acudieron a borbotones a las fosas nasales del hombre y empezó a moquear como si fuese un grifo averiado. El pequeño, al oír ese chorro de agua cayendo recuperó su postura habitual y con los ojos como platos le dijo: “¿Tus resfriados son siempre así?”. El hombre le dijo con los oídos -y tuvo que esforzarse, como las otras veces para que saliera algo comprensible-  “No, es que estoy llorando, recuerda que mis ojos son mis oídos”. El pequeño corrió a abrazarlo, acariciándole los párpados para que notase su contacto, y le espetó:” ¡Eres el adulto más maravilloso que he conocido! Nunca me dicen la verdad, siempre se inventan escusas para disfrazarme las cosas. Pero tú, no. Eres sincero. ¿Me dejas que sea tu amigo?” El torrente de agua se intensificó, y el hombre cogió al niño -por suerte sus brazos sí eran brazos- y le dijo: “apártate. que te voy a empapar de tanto llorar y no querría dañar a la única persona que se ha acercado a mí y ha tratado de entenderme y ponerse en mi lugar”.

Desde aquel día, y sin haberlo pactado, se encontraban cada día en el mismo sitio y a la misma hora. Hablaban, reían, y pasaban un rato que al esperpento de daba esperanza. Hasta que llegó un momento en el que el hombre raro dejó de presentarse. El pequeño no entendió qué había pasado. No pudo comentarlo con nadie porque no lo había explicado en su casa. Sabía que, si lo hacía, creerían que era un amigo imaginario y acabaría en el psicólogo, dada la rareza del amigo inventado. A veces, en el patio del colegio recreaba los movimientos de su amigo y se carcajeaba, o eso intentaba, por las orejas, mientras todos lo observaban y cuchicheaban; a él aún le poseía más la risa, ya se sentía con el privilegio de ser el único que había conocido a esa gran persona, única.

El pequeño se quedó en la soledad de un vacío imposible de comunicar el resto de su vida, pero cuando peor le iba la existencia, se acordaba de ese amigo fugaz y siempre se animaba pensando que, si el esperpento pudo sobrevivir hasta hacerse adulto, él lo haría también. Sobre todo, para que la memoria de su amigo más sincero no se desvaneciera hasta ser nada.

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