Vivimos en una sociedad paradójica; aún más, en la paradoja paradójica. Es decir, creemos que la imagen que intentamos proyectar, para que los otros la vean, depende únicamente de nuestro propósito; por el contrario, nuestra “imagen” se elabora en la intersección de lo que proyectamos y de lo que los otros interpretan o ven. La paradoja radica en que ni somos lo que creemos, ni lo que los otros creen. Pero el juego de espejos e imágenes no finaliza aquí, sino que sobre la figura paradójica que no somos se superpone la síntesis realizada entre nuestro espejeo y la percepción ajena, que tampoco alcanza a representar lo que somos.
Para ser más precisos: como sujetos nunca somos definitivamente, siempre estamos aspirando a superar la carencia que nos ha originado, es decir, a no ser ese sujeto voluble que se desprende del lenguaje, lo cual nos aniquila por completo. Es como si para ser tuviésemos que dejar de ser, con lo cual es imposible ser. Aquí vemos esa doble paradoja.
