Enredados en aguas indómitas y salvajes sienten, mientras luchan, el presagio de que allí donde navegan tampoco habrá lugar, sino mares bravos y desatados que domeñar. Aun así, huyen de tierras áridas y de fuego perdiendo su espacio natal. Vientos voceando ecos, gentes desarropadas por el mar y un frío húmedo calado hasta el tuétano del hueso más ínfimo; agarran como lapas las manos, los brazos de los suyos para evitar naufragios letales, esos en que unos mueren y se diluye el núcleo familiar. ¡Qué desazón, qué angustia! Emigrar sin destino, sin nadie dispuesto a hacerte un rincón para reposar. Sospechoso de ser un ladrón, terrorista según el terreno que refleje tus huellas, usurpador de puestos de trabajo, delincuente en general. ¿Quién va a acogerte si tu sello de entrada marca el grado de tu peligrosidad?
Emigrantes con vocación de vivir o morir en el intento, naufragando en el mar o triturado en la vida.

Hasta la médula.
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