Hay un espacio-tiempo en que se produce un fenómeno que nos parece impropio como seres dotados de palabra: el silencio. Reconocerlo como objeto de la experiencia sensible parece lo más adecuado, por cuanto esa ausencia de sonido se da delimitada en un espacio , no conocemos un silencio que se haya expandido por toda la tierra, sino un silencio para el sujeto humano ubicado en unos márgenes espacio-temporales.
Mencionábamos lo inverosímil del silencio siendo nosotros seres dotados de palabra. Este fenómeno refuerza la idea de que la palabra no solo nos lleva al habla, es más no puede llevarnos a su uso comunicativo si previamente no ha acometido la función de estructurar el pensamiento. Así, podemos reconocer el silencio porque poseemos lenguaje aunque no hablemos, e incluso dotarlo de sentido e intentar percibirlo como algo beneficioso en lugar de terrible y monótono.
El silencio, como ausencia de sonido perceptible por los humanos, en la medida en que insensibiliza los sentidos, estimula y refuerza la autoconciencia y la interiorización. Facilita el sentimiento de intimidad, de estar solo con uno mismo y relajar las defensas que la presencia de otros lleva a activar. En ese estado, uno frente a sí mismo, se tiene ocasión de descubrir lo auténtico de sí, del querer y el padecer y deslindarlo de lo que se va absorbiendo de lo ajeno y no le pertenece. Es una especie de saneamiento interior para la recuperación de la propia identidad.
Planteado así, el silencio es una necesidad, porque es el momento en que uno “queda” consigo mismo. Algo que se acostumbra a hacer con los demás porque se considera necesario para sustentar las relaciones, y se obvia con uno mismo. Si “uno no se viene a ver” e intenta velar por la pureza de quién es o el tránsito de quién va siendo, algún día no va a reconocerse
El silencio en soledad, es el recurso necesario para preservar la identidad y el equilibrio emocional, teniendo en cuenta que somos seres en continuo cambio que nos sustentamos en unos ejes elegidos.
Cierto es que el silencio puede resultar aterrador. Un fondo oscuro, negruzco, semejante a la soledad de dónde no se sabe qué esperpentos pueden surgir. Esa ausencia de ruido paraliza y genera pavor ante el gesto de mirar el interior de esa gruta considerada insondable.
Pero, entonces, cabe admitir que lo abrumador no es el silencio, sino antes bien la soledad y, por supuesto, el miedo a ver la cara que origina la imagen en el espejo cotidiano.
