La edad conlleva un cansancio que nos fragiliza. Las conversaciones que exigen dialécticas acaloradas donde -más que los puntos de encuentro o las síntesis clarificadoras- se busca el vencedor retórico, son fútiles excesos que ya no proceden, ni convienen, ni interesan.
Esas canas que nos identifican, nos sosiegan y nos atenazan como seres catatónicos ante lo esencial: los rostros rasgados sangrientos de niños que siguen cayendo en Siria, junto a sus familias y pasan a la orfandad, sino a poder contarle a Dios todo lo que han visto, como amenazó aquel pequeño sirio que haría cuando muriese, chivarse. Refugiados, que no son perros y lo digo de una vez por todas, sino personas huidas de países donde ya no es posible la vida, entre los cuales haya quizás algún miserable terrorista, sí, junto a miles de inocentes; amontonados en parcelas de tierras como basura, que se esparce de un lugar a otro hasta que se encuentre un vertedero apropiado.
Los años todos juntos, las canas blanquecinas que avejentan nuestro aspecto, nos hacen más débiles ante tareas superfluas y carentes de relevancia. Pero nos electrifican los poros y nos saturan la sensibilidad ante lo cual no nos quedan palabras, por hartura, por sofoco, por impotencia y recordamos esa supuesta banalidad del mal que nunca lo fue, mientras los humanos seamos individuos con conciencia.

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