Todo cuanto nos rodea se disgrega acompasando la descomposición interior. El hábito se contornea y deja de ser costumbre, queda pues la improvisación desnortada que evita la parálisis. No se da reconocimiento alguno, puesto que se difuminó lo conocido, y nada parece ser como antaño. Sondeamos, palpando mano a mano, rastros de paredes y terrenos, para no trastabillarnos con las ruinas de la decadencia.
Tomamos, por prudencia, asiento en una piedra, esperando un giro copernicano que nos ubique en el lugar que pueda dar cuenta de quién somos, y quizás hasta contribuya a cesar la agonía.

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