Una mujer septuagenaria se me acerca con una medio sonrisa vibrante, muy bien esa camiseta solidaria[1], como su tono de voz mientras palpita las palabras, hay una pobre mujer cada mañana en una esquina y siempre le digo cuánto siento que tengas que estar aquí, qué sociedad más injusta, es terrible, y ya no lagrimea sino llora, y yo conmovida de tanta sinceridad.
Habituada a los artículos fríos y recurrentes, a las declaraciones fingidas e impostadas de plástico, que un aire innecesario te espolee desde la gratuidad de llorar la impotencia con el corazón, de arrastrarse con dos muletas ya, y constatar que los miserables es un musical eterno.
No es un consuelo, solo un gran indicio de humanidad.

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