Jano, querido

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Ayer, Jano, volvimos a evocar esa ausencia extraña que te hace terriblemente presente para muchos. Y entre ellos estaban, y principalmente, los que considerabas los tuyos: una Natalia, mejorada algo en el aspecto, a la que acompañaban en su mente “los niños” con el corazón aún muy destrozado, tu madre que te llevaba arropado en su regazo porque una madre no puede amar de otra forma, Bea que era todo empuje y determinación –ese rol que le ha tocado asumir deduzco- y más familiares. Y, ¡cómo no! Esa comunidad de amigos incondicionales que seguían ahí contagiados de tu entusiasmo, aunque también te confieso algo azotados. Después algún intruso, supongo como yo que fue el lugar que me concediste, y que asumí.

Una eucaristía sencilla, con una oración final que a mí entender fue todo un despropósito. Como ahora está de moda Jano, solo quería decirte que no en mi nombre, que nunca podré dar las gracias por el dolor, el sufrimiento y las desgracias porque es una ocasión para acordarnos de Dios, un Dios que al contrario de lo que afirmaba esa oración final, es imposible que exista como lo hacemos nosotros, o los árboles, o las piedras porque sería un ser tan determinado y limitado como nosotros. Aceptando que su naturaleza debe ser la realidad y no la existencia, y a ti te gustaba la filosofía, ¿Quién se lanza al vacío de un sufrimiento insoportable por si en el camino nota la presencia de algún tipo de Dios? Nunca en mi nombre Jano.

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